martes, 26 de junio de 2007

Infancia (1)

Mi padre, Don Hernando, era el Señor del pequeño feudo de Valverde al norte de la Isla Zaleña. Las familias poderosas de Zaleña suelen tener tres hijos. Fernando, mi hermano mayor era el heredero de mi padre. Arnaldo, el segundón, desde pequeño fue educado para ser sacerdote del Dios Castrado, según la religión oficial de la Isla. Diego, el tercero, en cuanto cumplió los 14 años, fue enviado a Palma, la capital para entrar al servicio del Rey como miembro de la guardia. La tradición de Zaleña así lo manda: el primer hijo mantiene el feudo, el segundo sirve a Dios y el tercero al Rey. Yo fui el cuarto. Desde pequeño me percaté de que nadie sabía qué hacer conmigo. Lejos de traumatizarme, eso me permitió disfrutar de una libertad como no había conocido ninguno de mis hermanos. Mientras Fernando y Diego asistían a clases de esgrima y Arnaldo ayudaba al párroco, yo vagabundeaba por los alrededores del castillo familiar. Conocía a todos los labriegos y aldeanos, jugaba con sus hijos. Yo era el hijo del Señor. Mi padre tenía derecho de vida o muerte sobre todos los habitantes del feudo. Eso me hizo líder de esos niños.
A pesar de ello, había un cierto “código” de honor infantil que impedía recurrir a los mayores para dirimir rencillas entre niños. Más de una vez tuve que defender mi posición de líder a golpes. No siempre salía bien librado de aquellas peleas. Pero poco a poco fui aprendiendo a utilizar mis puños, piernas, dientes y toda arma disponible. Aunque a veces, había huesos duros de roer. Uno de ellos era Marcelo.
Cuando cumplí ocho años, mi padre me regaló una pequeña espada. No una espada de juguete sino un arma verdadera. En realidad era una especie de puñal largo de acero brillante con empuñadura de nácar. Para mí era como una espada. Enseguida aprendí a usarla. Mi hermano Diego, sólo un año mayor, era mi maestro. Por las tardes me enseñaba todo lo que aprendía con sus profesores de esgrima. Mis amigos no vieron mi nueva espada hasta que aprendí a manejarla. Cuando me sentí seguro, aparecí en el grupo con mi arma a la cintura.
Marcelo era dos años mayor que yo, era el hijo de un caballero, súbdito de mi padre. El hecho de que no fuera un simple labriego hacía que tratara a los demás con arrogancia. Discutía conmigo el liderazgo del grupo de niños. Aunque su padre era pobre y no podía permitirse comprar una espada para su hijo, le enseñaba esgrima con una espada de roble que más de una vez le había servido para pegarme una paliza. Cuando me vio llegar con mi espada al cinto, en su funda, creyó que era un arma de juguete como la suya y comenzó a provocarme. Creía que me vencería fácilmente en un duelo gracias a su mayor tamaño y fuerza. Hice cómo si temiera pelear con él hasta que, dispuesto a pegarme una paliza, desenfundó su espada de madera.
Todos vieron que actué en defensa propia. Mi espada de acero de Cuerva cortó en dos la de mi contrincante. Me las arreglé para que el mismo golpe le cercenase la oreja izquierda. Desde ese día Marcelo dejó de molestarme. Su padre, temeroso del mío, envió a su hijo lejos de Valverde, a servir de escudero de un caballero del Rey.
Muchos años después volví a encontrarme con él. Pero esa es otra historia.

martes, 19 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (4)

El rastro de sangre que dejaba, nos hubiera permitido alcanzar pronto a Holl. Sólo perdimos unos segundos en preparar antorchas y salir en su persecución. El pasadizo por el que había huido llevaba a una sala cruzada por un río subterráneo. Las huellas indicaban que Holl se había metido en el río. Pero no podíamos adivinar si había ido río arriba o río abajo. La corriente era muy débil y el agua sólo llegaba a las rodillas. Nos dividimos en dos grupos. Mi lugarteniente Ritcharg con ocho hombres de la compañía y cuatro de la escolta de Sterl, acompañó a este corriente arriba. Yo elegí buscar corriente abajo. Si Holl había huido en esa dirección, no tendría posibilidad de salvarse. Se internaría cada vez más en la montaña. Pero lo absurdo de esa opción me hacía pensar que había sido la elegida por el príncipe. Me acompañaban Yorandas y otros cuatro hombres de mi compañía. Abría la marcha Fragram, el lagarto crestado de Num, alumbrando el camino con su antorcha. Otros dos hombres también llevaban antorchas. El río se internaba en un túnel y tuvimos que meternos en el agua fría.
Avanzamos varios cientos de metros. Conforme bajábamos, el túnel se hacía más estrecho, la corriente más profunda y más rápida. Cada vez se hacía más difícil mantenerse en pie. Yorandas me señaló una huella de sangre en una roca que sobresalía del agua. Holl había seguido ese camino.
Fragram avanzó unos pasos más allá de la roca y de repente perdió el pie. Antes de que nadie pudiera ayudarlo, la corriente se lo llevó hacia el interior de la montaña. La antorcha sobresalió del agua unos instantes, iluminando el túnel que se estrechaba aún más, lo que incrementaba la fuerza de la corriente de agua.
Habíamos llegado a un punto en el que el agua hacía una poza donde la profundidad era mayor que la altura de un hombre. Era imposible seguir más allá de ese punto sin que la corriente te arrastrase con una fuerza descomunal. Fragram no tardaría en reunirse a Yomo, el dios de los lagartos crestados. No sé si Holl tenía un dios con quien reunirse. Pero seguramente, estaba también en camino. No podíamos hacer nada por Fragram y seguir la persecución era una locura. Así que regresamos a la caverna principal.
Las pasiones habían sido enfriadas por las aguas subterráneas. Una vez calmado, Sterl descubrió que en realidad no estaba tan descontento. Había obtenido la petición de sodomización sellada y firmada por Holl. A cada rato la desenrollaba, la leía y soltaba una risita. Los demás hacíamos planes para recibir a los familiares de Holl que traerían el rescate, Sterl nos prohibió expresamente tocar a la princesa. No quería provocar la ira de su padre, el Conde Remige ni la del Emperador. Eso molestó un poco a algunos, que esperaban tener diversión extra cuando la princesa acudiera a rescatar a su esposo. Pero ir en contra del Emperador era una locura y se tuvieron que conformar.
Unos días después recibimos el rescate por Holl. Tuvimos que pelear un poco con sus soldados, que se sintieron engañados al no recibir nada a cambio de su dinero. Matamos a unos pocos y nos fuimos para siempre de aquellas regiones.
Al final, lo que había estado a punto de terminal mal, acabó de una forma magnífica.

jueves, 14 de junio de 2007

Leer y sentir placer.

Hoy he leído un libro. No es que fuera la primera vez, pero este libro era distinto a todo lo que había leído antes. Era una novela. No había leído muchas novelas antes. Es más, era la primera que leía. Pero aún así, me ha parecido muy rara.
Cuando uno es mercenario, nunca está de más pertrecharse de conocimientos. Es útil saber, por ejemplo, que la plata es venenosa para los vampiros, que puedes tumbar a un gigante de un martillazo en los huevos, que el rescate de una princesa virgen no debe ser menor que 500 monedas de oro, que algunos hechizos muy complicados tienen contra-hechizos muy fáciles de pronunciar. En esos casos, leer es un mal necesario para poder adquirir esos conocimientos que nadie te enseñará.

“El Manual del Mercenario” de Roger Krram es, en ese aspecto, una verdadera obra de arte. Aunque Roger vivió hace 120 años, sus enseñanzas aún tienen una vigencia impresionante. Nadie como él ha logrado aunar en una sola obra la sabiduría de tantas generaciones de guerreros, ladrones y magos.
Hace unos días estuve bebiendo unas cervezas con Stylus, el escritor frustrado. Comenzó a darme la vara con la misma letanía de siempre: Que si leer esto, que si leer aquello, que si es un placer, que si es útil, que si me dejaba una novela para que yo la leyera... Al final, para quitármelo de encima, acepté que me la diera. No era un libro muy grueso, pero aún así, lo dejé olvidado en un rincón de mi habitación.
Ayer volví a coincidir con Stylus y un par de amigos suyos en la taberna. Sus amigos son de esos que se pasan el día hablando tonterías: de pintores, escritores y otros temas triviales. Stylus me preguntó qué me había parecido la novela y no pude ocultar que no la había leído. Los tres me cayeron encima. Todos coincidían que era una magnífica novela y que debía leerla sin falta. Por sus palabras, parecía imposible que hubiera logrado vivir tanto tiempo sin leerla. ¡Qué pesados!
Para colmo, al llegar a casa, mi sirviente Alfredus me suelta: “¡Qué libro más bueno, señor Rodrigo! ¿Se lo puedo prestar a mi novia? Le encantaría.” Le pegué una colleja a Alfredus y me prometí que leería el dichoso libro. Aunque sólo fuera por poder decir: “Lo he leído y es una mierda”.
Trataba de un hombre que vivía en un mundo ficticio y que se dedicaba a criar y vender gusanos de seda. Todos los gusanos del país enfermaban y el hombre recorría medio planeta buscando un lugar a donde no hubiera llegado aún la enfermedad, para adquirir larvas. Al final encontraba ese lugar, y se enamoraba de la mujer de un gran Señor. Nunca podría consumar su amor, pero regresaba a su país con las larvas sanas y se hacía rico. Una historia con moraleja.

La forma de contarla era algo rara, pero no estaba mal. Al final me gustó tanto que le pedí a Stylus otro libro.

martes, 12 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (3)

Sterl había logrado humillar a Holl, pero eso no le bastaba. Estaba fuera de sí, borracho de éxito y venganza. Quería ver cómo se consumaba la violación de Holl por un Ogro. El único ogro disponible era Gromorruk, pero ahí surgía un pequeño problema. Gromorruk no quería violar a Holl. Sólo pensarlo le producía nauseas. Bajo su brutal y tosco aspecto de ogro-troll se ocultaba un alma sensible y delicada. Gromorruk coleccionaba obras de arte, esculturas, cuadros de grandes pintores, era lo que elegía como su parte del botín cuando asaltábamos un castillo o el palacete de un noble. Solía enviar todas esas riquezas a su esposa, que lo esperaba en su lejano castillo del norte. Aunque era el soldado más valioso que teníamos, feroz en la pelea y casi invencible, con sus siete metros de estatura, la piel gruesa, impenetrable a las flechas y su increíble fuerza y habilidad en el manejo de las armas, nunca le vi disfrutar matando a nadie. No era dado a la tortura ni el ensañamiento. La violencia era para él sólo una forma de ganarse la vida. Cuando era gratuita, la consideraba inapropiada y de mal gusto.
Sterl se empeñó en que Gromorruk lo hiciera. Había esperado tanto para humillar a su adversario que quería que la humillación fuera total. Montó en cólera cuando Gromorruk se negó. Sterl no estaba acostumbrado a ser desobedecido. Perdió los estribos y llegó a desenfundar su espada y amenazar a Gromorruk. Este se alzó con un rugido que nos heló la sangre incluso a nosotros, sus compañeros. La escolta de Sterl se lanzó en auxilio de su amo. No sé qué hubiera pasado si Yorandas no hubiera aparecido en ese momento gritando que Holl había logrado escapar.
Las Cuevas de los Enanos son antiguas cuevas naturales y pasadizos excavados en la roca que se pierden en el interior de las montañas. Hoy están abandonados y no se sabe a dónde conducen. A nadie en su sano juicio se le ocurriría internarse en esos laberintos oscuros e interminables. Pero a Holl no le quedaba nada que perder. Había aprovechado el revuelo causado por el incidente entre Sterl y el ogro para escabullirse por uno de los agujeros que conducían al corazón de la montaña.

domingo, 10 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (2)

En los días en que el Emperador decidió escarmentar al príncipe Holl, mi compañía de mercenarios ya había adquirido cierta fama. Teníamos con nosotros a Gromorruk, el Ogro-Troll y a otros veintitantos guerreros experimentados y feroces. Aunque cobrábamos caro, contratarnos era la garantía de un trabajo bien hecho. Entre nuestros clientes se contaban algunos nobles de la corte Imperial y ninguno había quedado descontento.
Estábamos acampados cerca de Stinke cuando recibí una invitación del Hidalgo Heriteh, Señor del lugar para asistir a una fiesta en su castillo. Ahí Heriteh me presentó a Sterl, un noble de la capital que me propuso secuestrar al príncipe Holl a cambio de una gran suma de dinero, pagaran o no el rescate sus familiares. El noble me insinuó que el Emperador vería con buenos ojos mi colaboración. Por supuesto acepté el trabajo.
El príncipe solía cazar en un coto en los alrededores de su castillo. Ahí fuimos a esperarlo. Fue más fácil de lo que parecería. Los soldados del príncipe no pudieron hacer nada ante la maza de Gromorruk, Creo que matamos a toda su escolta esa mañana. Todos los que no estaban de permiso.
Llevamos a nuestro prisionero a una cueva en las Montañas de los Enanos. Al principio se comportó altivamente. Despreció la comida que le trajeron sus carceleros. Pronto comprendió que no habría otra mejor. Nadie le había tocado un cabello, lo manteníamos intacto para cobrar el rescate y porque en estos trabajos para nobles hay que andarse con mucho cuidado. Nadie sabe, a veces la balanza se inclina hacia el otro lado y el que ha caído en desgracia vuelve de repente a la cresta de la ola. Solicitamos rescate a sus familiares y nos sentamos a esperar.
Pero entonces Sterl apareció en la cueva. Al verlo, Holl comprendió que no lo tendría fácil. Se conocían de antes: Holl le había hecho pasar un mal rato a Sterl. Luego me enteré de que lo había humillado delante de toda la corte imperial el día de la ceremonia de petición de mano de su prometida. Al parecer, Sterl había pronunciado mal una de las frases ceremoniales, lo que había aprovechado Holl para hacer un chiste mediante el cual, hábilmente ponía en duda la orientación sexual de Sterl. El juego de palabras había sido tan bueno que incluso la prometida de Sterl había roto en carcajadas. A partir de ese momento, Sterl fue conocido en la corte como “el Culero” mote del que no se libró ni siquiera después de tres duelos, uno de ellos con muerte de su adversario.
Sterl me pidió dos hombres para “interrogar” al príncipe. No a cualquiera dos. Uno de los elegidos fue Jilerto, el arum, a cuya gente había ayudado a esclavizar el padre de Holl. El otro interrogador fue Yorandas, una sirdania que se había unido hacía poco a la compañía. Toda su familia había sido asesinada por la guardia de Holl hacía unos años y ella misma había sido violada por unos veinte o treinta soldados. La tal Yorandas estaba un poco pirada. Solía coleccionar los penes secos de sus víctimas, que llevaba atados en su cinturón. Prefería cortarlos cuando sus enemigos aún estaban con vida.
El “interrogatorio” tenía un objetivo: lograr que Holl se humillara hasta el punto de pedir ser sodomizado por un ogro como única forma de dejar de ser torturado. Y vaya si Sterl lo logró. Al final lo que quedaba de Holl, lleno de cicatrices, sin uñas, con un ojo y una oreja de menos, con la piel marcada por golpes, cortes, ácidos, fuego, pidió por favor que lo sodomizara no ya un ogro, sino toda la compañía y que luego le proporcionaran una muerte rápida. Sterl le hizo firmar la petición usando su propia sangre como tinta, en un pergamino sellado con el anillo que solía usar Holl en sus documentos oficiales.

sábado, 2 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (1)

Contribuir a la caída de gente otrora poderosa es doblemente placentero. Y no sólo porque suelen tener más dinero, joyas, riquezas, que terminan sumándose a la paga que un mercenario recibe por cada trabajo. Es que el placer no es el mismo al violar a la hija de un Conde que a la de un mercader. No se siente lo mismo al introducir el acero en el pecho de un simple sargento de la guardia que en el de un gran señor feudal. La sangre roja ensucia, la azul distingue tanto al que la lleva por dentro como el que la exhibe en sus ropas. Aunque quizás no sea más que por simple envidia.
Recuerdo especialmente el secuestro del príncipe Holl de Sirdania. Era el señor de un pequeño principado fronterizo con el Imperio. Su padre, el príncipe Grahe, había sabido navegar con suerte por las turbulentas aguas de la diplomacia Imperial. Unos veinte años atrás el Reino de los Arums se levantaba entre el Imperio y Sirdania. Por si alguien no lo sabe, los arums son una especie de seres con cabeza de cerdos. Muy orgullosos y malolientes. Pues el Imperio codiciaba las fértiles tierras de los arums y Grahe supo rápidamente quién ganaría esa guerra. Desde el principio apoyó al Imperio, permitiendo que utilizara su territorio para invadir Arum. El Imperio se lo agradeció permitiendo la existencia del rico y minúsculo principado independiente en sus fronteras. Grahe mantuvo ese status cultivando relaciones de amistad en la corte del Imperio. Incluso logró casar a su hijo adolescente Holl con la hija del Conde Remige, un alto dignatario muy cercano al Emperador.
Pero Grahe murió prematuramente y su hijo Holl era un majadero. No solo trataba despóticamente a su pueblo, sino que, sobrevalorando su poder, comenzó utilizar caprichosamente las relaciones que su padre había creado para proteger al principado. De la noche a la mañana, Sirdania pasó de ser un lugar tranquilo y apacible a ser una especie de hervidero de grillos. El Emperador quizás no había oído hablar del principado más que de pasada y ahora todos los días alguien venía a contarle una nueva salida de tono del principito.
Nadie sabía a ciencia cierta por qué Holl se empeñaba en crearse problemas. Quizás no había evaluado cuán grande podía ser el poder del Imperio. Quizás creía a sus aduladores e incompetentes consejeros cuando le decían que era un elegido de los dioses destinado a cambiar la historia. Tal vez era tan sólo un idiota nacido entre púrpura y oro, pagado de sí mismo a quien se le había subido a la cabeza el servilismo con que le trataban sus súbditos y esclavos. O puede que fuera todo eso al mismo tiempo.
No es que Sirdania le quitara el sueño al Emperador. Sabía que podía borrarla de un plumazo del mapa. No le importaba que existiera si no constituía una fuente de problemas. Sin embargo el orgullo de algunos nobles de la corte era incompatible con las provocaciones del pequeño señor de una región semicivilizada. El Emperador decidió darle un escarmiento al alborotador.
Pero estaba el Conde Remige. Su hija era la princesa de Sirdania y el Conde amaba a su hija sobre todas las cosas. El Emperador no podía prescindir de la lealtad del Conde así que descartó actuar a cara descubierta. Ahí entramos nosotros.

Pasado (2)

He estado releyendo el relato inconcluso de mi excursión a la montaña. Cualquiera podría pensar que soy un flojo. Una especie de mariquita citadino incapaz de afrontar un día de camino por la floresta. Un burgués acomodado a la comodidad de la letrina en el patio, a candelabros con velas en cada rincón de la casa, al baño en una tina de agua tibia una vez por semana. Uno de esos seres lamentables que necesitan gafas, gorros y cremas para el sol; agua dulce para lavar la sal de sus cuerpos después de un baño de mar; comidas saludables y equilibradas, sin grasas ni aditivos… Y no es que haga alarde de las cosas que no necesito ahora que ya no tengo piel ni sistema digestivo que cuidar. Cuando estaba vivo pasé muchas noches a la intemperie. Noches enteras sin dormir, bajo las estrellas, las nubes, la lluvia, la nieve. Tuve que caminar largas jornadas antes de llegar al mejor sitio donde tender una emboscada, escalar paredes escarpadas, vadear túneles llenos de excrementos. Soporté mosquitos, pantanos y colegas malolientes, horas y horas de aburrimiento.
Pero nunca he disfrutado de las penurias. Una cosa es sufrir dificultades para ganarse la vida y otra desear sufrirlas. El masoquismo no es lo mío. Después de cada trabajo, he tratado de emplear el dinero obtenido con grandes esfuerzos en proporcionar placeres que me hicieran olvidar las privaciones pasadas. Siempre después de cada trabajo había una buena cantidad de dinero, o al menos, alguna princesita caída en desgracia para pasar el rato.