jueves, 12 de julio de 2007

Infancia (2)

Conocí a Adela cuando yo tenía diez años. Ella tenía catorce y había llegado desde el Continente para casarse con mi hermano Fernando de dieciséis. Recuerdo perfectamente el día en que la vi por primera vez. Había llevado a mi pequeña banda de niños a robar frutas a una plantación cercana al puerto. Volvíamos con nuestro botín por el camino que va del puerto a Castelvalverde cuando nos rebasó un carruaje custodiado por un nutrido grupo de soldados entre los que había, tanto uniformes de la guardia de mi padre, como colores extranjeros. A la cabeza cabalgaba Luciano, el jefe de la guardia, que, al verme al mando de mi grupo de niños, hizo un gesto de saludo, a medias entre ceremonioso y divertido.
La comitiva se perdió tras una curva del camino, pero unos minutos después volvimos a verlos. Se había roto un eje del carruaje y estaban esperando que trajeran otro desde el castillo. Luciano había enviado a uno de sus hombres a buscarlo. Del carruaje descendió una muchachita rubia y delgada, que miraba a su alrededor con una mezcla de curiosidad y timidez. A su lado, su gruesa dama de compañía, visiblemente nerviosa, la colmaba de atenciones. El jefe de la escolta de Adela hablaba excitado con Luciano, que trataba de calmarlo. El accidente le parecía provocado y sospechaba una traición. Nada más alejado a los intereses de mi padre, que necesitaba fortalecer la alianza comercial con el padre de Adela, el gran señor de una ciudad del Continente.
“Este es el hijo menor del Señor de Valverde” dijo Luciano cuando me vio llegar. “Puede acompañar a la Señorita Adela durante el resto del viaje”. Eso tranquilizó al jefe de la escolta. Luciano no arriesgaría la vida de un hijo de su señor. Así tuve que esperar a que arreglaran el carruaje y volver al castillo con Adela y su dama de compañía.
La verdad es que eso fue un contratiempo para mí. Rompía todos los planes que tenía. Mis amigos irían al río, estarían todo el día bañándose y comerían las frutas que habíamos robado. Protesté, amenacé a Luciano con quejarme a mi padre, pero todo fue en vano. Tuve que acompañar a la prometida de mi hermano y a su gorda sirvienta, que me miraba con desprecio, como a un pequeño salvaje incivilizado. Adela trató de ser amable conmigo, pero en ese momento la veía como la causa de todos mis problemas. Era una entrometida que me había estropeado el día y la odiaba con todas mis fuerzas. No podía imaginar cómo influiría esa chica en mi vida y las cosas que llegaría a hacer y padecer por su causa.

miércoles, 4 de julio de 2007

Las mujeres.

Ayer subí a la Taberna del Dragón Levemente Gigantesco. Casi nunca voy porque queda lejos de casa, a más de 200 metros, en el otro extremo del pueblo. Me apetecía cambiar de ambiente, así que me pegué la caminata. Los parroquianos habituales del Dragón son algo diferentes a los de la Tasca del Elefante, a donde voy siempre. Stylus, el escritor frustrado, es un ejemplar típico del primer sitio, mientras que el Herrero y el Tonelero son más del segundo. Aunque Stylus y sus amigos a veces se aparecen por la Tasca del Elefante. Dicen que para “respirar el ambiente de la gente de pueblo”. Sus gustos no dejan de ser curiosos ya que los olores que despide “el ambiente de pueblo” no suelen ser precisamente agradables. En cambio nunca verás al Herrero o al Tonelero en la Taberna del Dragón. Será que los aromas débiles no son tan atractivos para sus narices.
Stylus y Arkad, el poeta loco, estaban en una mesa. Me senté con ellos. El tema de conversación esa noche eran las mujeres. Se veía que ninguno de los dos se comía una rosca desde hacía varios meses. Ya estaban algo borrachos y no paraban de relatar éxitos amorosos pasados. Verdaderas o falsas, yo ya había escuchado antes esas historias de sus bocas. Ninguna tenía menos de seis meses de antigüedad.
Al rato, Stylus comenzó a hacer preguntas insidiosas sobre mi vida sexual. Hace unos años habría respondido a su impertinencia enfundando mi cuchillo en su barriga. Pero me he vuelto una persona pacífica, no sé si por los años, o quizás sea algo natural cuando uno deja de estar vivo. Además, le he tomado aprecio a Stylus. No sé por qué. Es un infeliz, es pesado, pedante, cobarde y tacaño. Pero cuando está sobrio, su conversación me entretiene. Esta vez no era el caso.
Tuve que reconocer que, desde que dejé de estar vivo, mi vida sexual es una mierda. Después de que perdiera la piel y todos los tejidos blandos he estado con algunas mujeres. Pero no es lo mismo. Sólo me quedan los huesos y prácticamente ninguno de los órganos sexuales los tiene.
La polla, la lengua, incluso el cerebro, del cual dicen que es el más importante de los órganos sexuales, están formados completamente por tejidos blandos. Sólo me quedan los dedos, aunque el tacto del hueso es poco apropiado para acariciar a una mujer.
Recuerdo un buen negocio que hicimos en Stranis. Mis amigos y yo habíamos ganado mucho dinero y contratamos los servicios de unas chicas. Tuve que mojar los dedos en aceites aromáticos para poder acariciar a la mía. La chica estaba algo fría, pero luego cambiamos de parejas. La nueva estaba un poco borracha y puso más de su parte. Estuvimos toda la noche bebiendo, comiendo y follando. Al final creo que incluso se corrió. Mirándolo fríamente, hay que ser un poco pervertida para correrse con un esqueleto que te acaricia el clítoris con los huesos de sus falanges empapados en aceite…
De todas formas, ya no es como antes. Entonces, disfrutaba de verdad. Lo de ahora es una especie de simulacro. Si pudiera recuperar algo de cuándo estaba vivo, recuperaría el sexo. Sin dudarlo.