viernes, 14 de noviembre de 2008

Pez grande y pez pequeño.

Salí del Tiburón Cojo con la sensación de que nunca recuperaría mi dinero. Caminé hasta el puerto por pura inercia. Pregunté por Girardo y por el barco de Wess. Había partido con rumbo desconocido y yo no tenía dinero para embarcarme en su persecución. Mis únicas posesiones eran un puñal y una espada de Cuerva y mi burro Jumento, que en realidad ni siquiera era mío. Quizás podría vender a Jumento y obtener algo de dinero, pero había algo en toda la historia que me preocupaba más que encontrar a Girardo.
El tal Hubert Wess era un personaje de mucho cuidado. Se dedicaba a hacer contrabando por el golfo de Estuaird y se decía que su forma de hacer negocios no era demasiado limpia. Si el precio que ofrecían por su mercancía no le parecía suficientemente elevado y el interlocutor tenía menos hombres armados, solía quedarse con el dinero y con la mercancía. Más de una gabarra había desaparecido misteriosamente con todos sus tripulantes en las aguas donde Wess navegaba.

Me resultaba extraño que alguien así diera pasaje a un pueblerino cargado de oro y que ese pueblerino lograra desembarcar en una sola pieza, con su oro intacto. Quizás pudiera encontrar a Girardo, pero, ¿qué podía hacer contra la tripulación de una goleta, armada hasta los dientes.
Caminaba por el puerto, meditando sobre el destino de mi oro. Cuando vi que Cirilo venía corriendo hacia mí. “¡Rodrigo!” me dijo “creo que le va a interesar ver esto.”
Me arrastró hacia el final del embarcadero, donde terminaba el puerto y comenzaba una costa que formaba pequeñas calas con playas y rocas. “Unos marineros han encontrado al chico que estaba buscando.”
En una de las calas, un pequeño grupo de pescadores recogía sus redes. Nos señalaron un bulto que había traído la marea. Era un hombre desnudo. Nos acercamos y le di la vuelta con el pié. Tenía un gran tajo en el cuello y era Girardo.
Me hubiera gustado enseñárselo a Alfredus para que él también disfrutara un poco de la satisfacción de la venganza. Pero el mismo Alfredus, tanto como Girardo, era objeto de mi venganza. Y aunque le había tenido cierto aprecio, no hubiera sido coherente dejarle vivir después de lo que me había hecho.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Los ladrones se divierten.

Al principio Alfredus trató de resistirse. Pero al ver que era imposible matar a alguien que ya estaba muerto (es decir, a mí), y que yo en cambio, tenía un puñal muy afilado, lo confesó todo.
La idea había sido suya. Un día me siguió hasta el sitio donde guardaba mi dinero. Y desde entonces sólo pensaba en cómo hacerse con él. En una borrachera le contó todo a Girardo y este se apropió del plan al instante. Lo llevaban tramando desde hacía meses. Se pusieron manos a la obra con la llegada del verano y el deshielo de los caminos.
Girardo, el sobrino medio idiota del Tonelero no era tan idiota como parecía. Todo fue sobre ruedas hasta que llegaron a Zirka. Ahí contrataron un barco que los llevaría a Yirnia. Girardo propuso celebrarlo y organizó una espectacular noche de juerga con varias chicas del puerto.
Ninguno de los dos había tenido tanto dinero jamás. Después de beber los mejores vinos de los bares de media Zirka, llegaron al Tiburón Cojo, seguidos de un séquito de improvisados amigos. Al calor de las generosas invitaciones a rondas de alcohol, muchos parroquianos de la ciudad habían comenzado a sentir un repentino fervor fraternal por los dos ladrones. Los juramentos de eterna amistad y fidelidad se habían hecho más intensos según avanzaba la noche. Uno de los más devotos amigos era un tal Hubert Wess, capitán de la goleta que habían alquilado para partir a la mañana siguiente. Al escuchar su nombre comencé a ponerme nervioso. Se trataba de un sujeto impresentable, cuya fama de contrabandista, y bandido de poca monta era notoria en todo el golfo de Estuaird.

Después de beber hasta entrada la noche, Girardo y Alfredus dejaron al tabernero dinero suficiente para pagar varias rondas más a sus nuevos amigos y subieron a una habitación con cuatro chicas. Alfredus había bebido demasiado, pero Girardo insistió en subir varias botellas de ron. Ambos siguieron bebiendo.
“Aunque ahora pienso que a partir de ese momento Girardo sólo simulaba beber y al mismo tiempo, se preocupaba demasiado por que mi vaso estuviera siempre lleno.” Me contó Alfredus. “Luego no recuerdo más.”
Alfredus despertó al día siguiente. Estaba sobre la cama revuelta, en medio de un revoltijo de sábanas y ropas, y abrazado a mi espada como si esta fuera su amante. Tenía terribles dolores de cabeza y estómago. Vomitó varias veces antes de darse cuenta de que Girardo no estaba en la habitación. Abrió la ventana y miró afuera. El sol estaba muy alto. La goleta debía haber zarpado hacía muchas horas. Aún tardó varios minutos en poner en orden sus pensamientos. Los zurrones con el oro robado habían desaparecido. Tan sólo encontró unas pocas monedas de cobre en uno de sus bolsillos.
En el puerto comprobó que la goleta había zarpado. Alguien dijo haber visto a Girardo subir bien temprano con dos pesados zurrones a cuestas. Entonces comprendió la verdad, Girardo le había robado su parte. Estaba solo, sin dinero y enfermo de resaca. Regresó al Tiburón Cojo, subió a su habitación y siguió bebiendo.