jueves, 27 de septiembre de 2007

Me fui de Vacaciones III

Mi primera mañana de vacaciones desperté temprano y bajé a la playa. El chiringuito aún estaba cerrado, las tumbonas amontonadas una sobre otra y encadenadas. Desperté a Alfredus que cargó hasta la playa con una de mis barricas de vino. Rompimos los candados y nos echamos a disfrutar de la brisa marina de la mañana. Es decir, la disfruté yo, porque Alfredus se durmió inmediatamente.
Habíamos repartido varias tumbonas alrededor nuestro. Al rato llegó una pareja de ancianos. Él se sentó en una de las tumbonas. La señora miró alrededor tímidamente, no muy segura de que se pudieran usar a esa hora tan temprana. Al ver a Alfredus dormido, hizo un movimiento para sentarse también. Pero entonces me vio a mí. Se quedó lívida.
Ya sé que mi aspecto no es muy corriente, pero en este mundo en que vivimos hay demasiada gente rara como para escandalizarse por ello. Sin ir más lejos, la anciana misma era bastante fea. No obstante, pegó un grito: “¡La Muerte! ¡Pepe, es la Muerte!” y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus reumáticas piernas.
Pepe me miró. Luego siguió con la vista a su mujer, que se alejaba. Sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación. Su rostro reflejó el esfuerzo que tuvo que hacer para levantarse de la tumbona. Se alejó siguiendo las huellas que había dejado la anciana en la arena.
Una hora más tarde, ya había gente en las tumbonas. Los adolescentes de pelos largos fueron los primeros en llegar. Venían algo borrachos, me invitaron a beber y a fumar. Más tarde llegaron otros ancianos. Estos no se asustaron, pero los dos primeros nunca regresaron.
El hombre que alquilaba las tumbonas se enfureció cuando descubrió que los candados estaban rotos. Como había tantas personas en las tumbonas, no pudo acusar a nadie. Todos dijimos que al llegar, los candados ya estaban abiertos. Al final pagamos el alquiler y se tranquilizó un poco, aunque no dejó de jurar que mataría al que le había roto los candados.
Me fijé en que uno tras otro, todos los que llegaban iban a un barrizal que había al final de la playa. Ahí se embadurnaban del barro desde la cabeza a los pies. El resultado final era un montón de gente con aspecto de haber salido recientemente del Averno. La playa parecía un congreso de Hijos de Xam, el Dios de los Infiernos. Nuestros amigos, los adolescentes peludos, nos explicaron que aquel era un barro medicinal, muy bueno para la piel. Que luego de varias horas, al quitarse el barro, sus pieles quedaban frescas y tersas. En realidad para lo único que valía el barro de Zirka era para matar los piojos, ladillas y pulgas de los que estarían sin duda alguna llenos sus cuerpos y pelambres.

“Estoy convencido de que si llevas ese apestoso barro seco pegado al cuerpo varias horas, sólo la sensación de no tenerlo encima, te hará sentir que tienes la piel de un bebé” dijo Alfredus por lo bajo. Alfredus es un poco tonto, pero a veces hace comentarios muy acertados.
El Herrero y los demás llegaron una hora después que el Guardián de las Tumbonas. Llevaban un buen rato despiertos, pero habían perdido una hora poniéndose de acuerdo sobre a qué lugar irían y otra hora recogiendo los enseres que necesitaban para un día de playa. Iban cargados de sombrillas, toallas, cremas y potingues, comida, pelotas, y un montón de objetos más, la mayor parte de ellos, inútiles.

“El barro mineral de Zirka tiene propiedades medicinales.” declaró Martina, la aprendiz de bruja. Tomó de la mano a la Prima Segunda, soltó un convincente “¿Vienes Lugdvig?” y los tres se fueron en dirección al barrizal. Alfredus se incorporó apresuradamente. “¿Medicinal?” dijo. “Tendré que probar sus efectos.” Y fue tras ellos. Un rato después frotaba la espalda de la Prima Segunda con sus manos negras de barro.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Me fui de Vacaciones II

El Herrero me había propuesto unirme a su grupo de vacacionistas. Iban a Zirka, una ciudad en la costa a día y medio de viaje desde Trone. “Un lugar que todos deberíamos visitar al menos una vez en la vida” dijo. “La Torre Recta de Zirka es una de las nueve maravillas del mundo.”
No sé por qué acepté. Creo que fue porque no me apetecía quedarme en un pueblo fantasma y esperar que llegara el invierno. Podría haberme muerto del aburrimiento. Esto último es un juego de palabras.
Salimos del pueblo temprano en la mañana. El grupo del Herrero consistía en los mismos que siempre le acompañan a sus excursiones por el campo. Pero esta vez no iríamos a pie. Cada uno había traído su propio animal de carga. Yo llevé conmigo a Alfredus, mi sirviente. No se hizo mucho de rogar cuando le ordené preparar las maletas y ensillar los caballos. El Hidalgo también se había ido de vacaciones llevándose con él a la mitad de su servidumbre, incluida la criada con la que Alfredus suele fornicar.
El viaje a Zirka habría sido divertido de no ser porque duró varios días y por lo incómodo de los albergues donde pasamos las noches. Eso sin contar con lo pesados que resultaron ser los amigos del Herrero. Ya me habían parecido pesados durante aquella excursión que hicimos al campo. Pero convivir con ellos durante varios días multiplicó los efectos cargantes.
El Tonelero contó varias veces los mismos chistes que ya conocíamos de la anterior excursión, mientras que su mujer no dejó de celebrarlos con estruendosas carcajadas. Martina, la aprendiz de bruja y Lugdvig, el aprendiz del Herrero seguían tratando de impresionarse uno al otro. Yo creía que, después de tanto tiempo, ya habrían consumado su idilio. Pero, al parecer, ninguno de los dos se atrevía a dar el paso y seguían estancados en la misma situación. Girardo, el sobrino medio idiota del Tonelero, demostró serlo completamente. Para colmo, a Alfredus le dio por cortejar a la prima segunda del Tonelero, lo cual generó algunas tensiones con la familia Tonelero.
Al final llegamos a Zirka, de lo cual me alegré mucho. Tomamos habitaciones en una pensión abarrotada, muy cerca de la playa. “En primera línea” según las palabras del dueño, que nos cobró una pasta por alojamiento y desayuno. El lugar no estaba mal: pronto descubrí que en la playa había un chiringuito con tumbonas y un mozo que servía todas las cervezas que uno pudiera tomar. Eso sí, a un precio exorbitante. Decidí que iba a pasar mis vacaciones en ese sitio, bajo una sombrilla, bebiendo cervezas y sintiendo la suave brisa marina rozando mis costillas. Pero no fue posible.