sábado, 29 de diciembre de 2007

Invierno en Slon

Es invierno en Slon. Todo está cubierto de nieve y los niños del pueblo salen a jugar con ella. Parece que no sienten el frío infernal que mantiene encerrados en sus casas al resto de los vecinos. Casi no ha amanecido del todo y los niños ya están en la calle, rompiendo la tranquilidad de la mañana con sus gritos, saltos, carreras y bolas de nieve volando de un lado a otro.
Nieve asquerosa que impide caminar y vuelve las aceras resbaladizas. Luego, cuando se derrite, todo queda sucio y mojado. No sé qué es lo que más me desagrada del invierno, la nieve o los niños.
El frío es otra de las cosas que no me gustan. Cuando estaba vivo, los abrigos guardaban el calor de mi cuerpo. Hacían el frío tolerable. Pero ahora mis huesos no generan calor y paso tanto frío con abrigo como sin él.
También están las fiestas. En Slon celebran las del Dios Cerdo. Creen que el Dios Cerdo envió a su sobrino Grisus a la tierra para redimir a los pecadores. Con tan mala pata que Grisus fue a aterrizar a una tribu de lagartos crestados caníbales Num. No es que los lagartos Num fueran especialmente crueles, pero Grisus tenía cara de cerdo y los lagartos tenían hambre. Así que lo cocinaron y se lo comieron. Esa es la razón por la que los cabezas de cerdo Arums y en general, todos los devotos del Dios Cerdo odian a los lagartos crestados de Num. Los acusan del martirio del sobrino de su Dios.
Pero las peculiaridades teológicas no es lo que me molesta de las festividades. Es el enfermizo antojo de exteriorizar bondad y afecto que todos manifiestan en esas fechas. Enemigos de toda la vida se hacen regalos, lloran y cantan abrazados en los bares. Maridos y esposas que no se soportan, se acurrucan al calor del fuego de las chimeneas. Si al menos el efecto fuera permanente. Pero pasadas las fiestas, vuelven a la greña.
El invierno en Slon es asqueroso y nunca me cansaré de decirlo.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Infancia (5) Las Plumas de Fénix

“¿Qué tenemos aquí? ¡Un pequeño espía! O más bien un ladronzuelo” dijo el Señor de Artoburgo. Los ojos le brillaron de un modo especial. Sentí que toda la ira y la impotencia que sentía en ese momento ante la actitud de su díscola hija se volvía hacia mí. La espada inició un movimiento hacia atrás, como para tomar impulso y asestar un tajo. Mi vida hubiera acabado en ese mismo momento y mi muerte hubiera sido muy diferente de no haber sido por el grito de Adela que paralizó la mano de su padre. “¡Es el hijo de Valverde!”
La espada detuvo su recorrido. La otra mano del hombre me agarró de las solapas. “Informaré a Valverde acerca del pequeño ladrón que ha criado en su seno.” De un rápido movimiento, aprendido en las muchas peleas que había tenido con adversarios más fuertes y grandes que yo, me libré de mi chaqueta, dejándola en sus manos. Con mi navaja en alto, retrocedí, acercándome cada vez más a la chimenea. “Necesito esta pluma para dirimir una deuda de honor” dije. “Os la pagaré. Pero si contáis a mi padre lo que habéis visto, yo contaré lo que he escuchado. Contaré que planeáis traicionar la promesa de dar vuestra hija en matrimonio a mi hermano. Y os advierto, que nadie ha llamado nunca ‘gordo’ a Fernando en presencia del Señor de Valverde.”
El padre de Adela bajo la espada. Creo que mi reacción lo había sorprendido y no tenía claro cómo actuar. De repente estalló en una carcajada. “Me gustas, mocoso” Dijo. “Si todos los hijos de Don Hernando de Valverde son de la misma pasta, Adela no se arrepentirá de haberse casado con uno de ellos, por muy gordo que esté. Ahora vete, no diré nada a tu padre. Pero recuerda que me debes un favor. Más tarde o más temprano te lo reclamaré.”
Esa noche, los chicos que habíamos estado en el desfile nos reunimos en uno de los patios del castillo, alrededor de la supuesta pluma de Ave Fénix. Eloy estaba algo nervioso. Yo lo tenía todo preparado. Había traído la pluma oculta debajo de la capa de terciopelo, que supuestamente estrenaría en la boda. Hice acercarse a Bartolo con una antorcha hasta el centro del corro. Con un rápido gesto saqué la pluma y la mostré a todos. “He arriesgado mi vida para traeros esta pluma” dije ante las miradas embelesadas del resto de los niños. “Cuando se deshaga en el fuego veréis que no es más que una pluma común y corriente.”
Lentamente acerqué la pluma a la antorcha. Se difundió un desagradable olor a quemado. La pluma se consumió hasta que no pude sujetarla más y sus cenizas cayeron al barro del patio. En un estudiado y teatral gesto, que fue mucho más teatral gracias al movimiento de mi capa, di media vuelta y me alejé sin mirar atrás. Los demás niños titubearon por un momento. Poco a poco fueron abandonando el círculo entre burlas y chanzas a Eloy. Este se quedó el último, mirando las cenizas de la pluma en el suelo.
Íbamos a salir del patio cuando escuchamos un grito. Nos volvimos a tiempo para ver como Eloy avanzaba llevando la pluma en alto. Una pluma que resplandecía con una luz ígnea, cada vez menos gris, cada vez más roja y brillante.

martes, 27 de noviembre de 2007

Infancia (4) Las Plumas de Fénix

Mi amigo Bartolo era hijo de Luciano, el Capitán de la Guardia. Después del desfile de los invitados, lo convencí para que robara las llaves de uno de los muchos pasadizos secretos que recorrían el castillo y que llevaba a las habitaciones donde se hospedaba la escolta de Artoburgo.
Se suponía que los pasadizos eran secretos. Estaban bien disimulados, pero Luciano también guardaba los planos. Su hijo y yo habíamos copiado muchos de estos y de vez en cuando jugábamos a ocultarnos en los túneles para ganar a otros niños en los juegos al escondite o espiar a las sirvientas mientras se bañaban.
El que llevaba a las habitaciones de huéspedes era especialmente estrecho y tortuoso. Terminaba dentro de la chimenea de una sala rodeada de dormitorios.
Las primeras sombras de la tarde oscurecían la gran sala. Tal y como esperábamos, los guardias de la escolta habían dejado ahí sus pesadas armaduras. Estarían celebrando el próximo enlace de la hija de su señor en las tabernas del pueblo, excepto quizás, los encargados de guardar la entrada en el exterior de los aposentos. La sala estaba vacía y entre las armaduras, lanzas, arcos y picas, había varios cascos con sus penachos rojos y brillantes.
Me arrastré fuera de la chimenea. Elegí la pluma más grande de todas. Un rápido golpe de navaja y la pluma era mía. Iba a regresar al túnel cuando escuché voces que venían de uno de los aposentos. Una puerta se abrió y apenas tuve tiempo de esconderme tras una cortina.
Adela y su padre entraron en la sala. “No quiero casarme con ese gordo, tonto y vanidoso!” Decía ella irritada. Nunca había escuchado a nadie atreverse a llamar así al hijo predilecto de mi padre. Nadie, excepto yo mismo y no en voz alta. Adela me había resultado antipática cuando la conocí, pero sus palabras hicieron que comenzara a caerme bien. El padre ora amenazaba, ora rogaba, pero Adela seguía en sus trece. Era evidente que el viejo necesitaba concretar el matrimonio de su hija. No sé si por la necesidad de refrendar la alianza con mi padre o por la urgencia de librarse de tan terca hija.
Desde mi escondrijo, tras la cortina, sentía como la discusión cada vez se acercaba más. De repente todos callaron, la cortina fue apartada violentamente y me encontré con la pluma roja en una mano, la navaja en otra y la espada del padre de Adela en mi cuello.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Infancia (3) Las Plumas de Fénix

El matrimonio de Adela con mi hermano mayor no significó ningún cambio en mi vida. Excepto por las ceremonias, que fueron un acontecimiento en Valverde. Hubo invitados de toda Zaleña y del Continente. Uno tras otro desfilaron por el paseo principal de Castelvalverde hasta el castillo de mi padre. Los padres de Adela, señores de Artoburgo, habían venido con su escolta de caballeros, que lucían brillantes armaduras chapadas en oro, y cascos rematados con grandes plumas rojas de aves desconocidas. El rey de Zaleña había enviado a su hijo, el príncipe Félix con su séquito de nobles guerreros vestidos de terciopelo negro. Había ilustres invitados de todos los feudos de la isla. Incluso el Marqués de Peñas, primo de mi padre y Señor del feudo vecino, había decidido asistir, a pesar de las tensas relaciones entre ambas ramas de la familia. Ese matrimonio era el remate de una serie de pasos que había dado mi padre para controlar el comercio de armas entre Zaleña y el Continente. Compró licencias comerciales en la corte de Palma y minas de hierro en el centro de la isla. Llegó a acuerdos muy ventajosos con los Señores de Cuerva, donde se fabricaban las mejores espadas del mundo conocido. Equipó una flota de barcos que llevaban hierro a Cuerva, de ahí traían armas y las llevaban a Artoburgo, desde donde se vendían en todo el Continente, especialmente en el Imperio.
El rey no lo tomaba muy en serio y lo dejaba hacer, ya que pagaba escrupulosamente sus impuestos a la Corona. Además, el comercio en Zaleña se consideraba cosa impropia de nobles. Mi padre era objeto de chanzas y burlas cuando visitaba la corte. Cuando la broma provenía del Rey, se limitaba a sonreír. Los demás tenían que bromear a espaldas suyas, sobre todo después que matara en duelo a un joven cortesano incauto, que se atrevió a llamarlo “Mercader de Valverde”.
Más en aquel entonces, las interioridades de la política de mi padre no me interesaban en absoluto. Mis preocupaciones eran otras: me había propuesto robar las plumas del penacho de uno de los escoltas de los padres de Adela.
Los hijos de los nobles, los caballeros y los hidalgos, mirábamos el desfile de invitados desde una tribuna, en el patio de armas del castillo. Las enormes plumas de los caballeros de Artoburgo nos habían impresionado y nos preguntábamos a que ave pertenecerían. Eloy, el hijo de un caballero, dijo que eran plumas de Ave Fénix. “El Ave Fénix vive en los volcanes Fenxgor, en el corazón del Imperio. Todas las noches arde en el fuego del volcán y todas las mañanas resucita de sus cenizas”. Eloy era un poco pretencioso y creía saberlo todo siempre. Le respondí que esa era la tontería más grande que había escuchado jamás. “Me lo ha mostrado mi padre en un libro. Y si eres tan listo, que todo lo sabes, tráenos una de esas plumas y comprobaremos que no arde”, respondió.
Los otros chicos estaban interesados en conocer más sobre el Ave Fénix. Eloy se explayó citando montones de datos, seguramente extraídos de su famoso libro. Hasta que, irritado por tanta pedantería, prometí que robaría una pluma y la quemaría delante de todos. “Os demostraré que lo que dice Eloy es sólo una sarta de idioteces”, concluí.

domingo, 28 de octubre de 2007

Slon

En el idioma local, Slon significa elefante. No se me ocurría por qué le habían puesto ese nombre a un pueblo de montaña, donde seguramente jamás había habido un animal como ese, que además suele habitar climas más cálidos. Al mismo tiempo me resultaba curiosa tanta obsesión por los elefantes. La Tasca del Elefante, la Herrería del Elefante, la bandera que ondea en el ayuntamiento, la pequeña escultura de la fuente, el escudo de armas en el castillo del Hidalgo, las estatuillas en los jardines del pueblo, todo representaba o nombraba a ese animal. Incluso escuché hablar de un culto clandestino al Dios Elefante.
Al principio tuve curiosidad y pregunté sobre el origen de esa preferencia zoológica, pero nadie supo responderme. Luego me percaté que no preguntaba a las personas adecuadas. Stylus, Arkad y otros compañeros de taberna eran todos inmigrantes que desconocían la historia del lugar que habían elegido para vivir. Un día se me ocurrió preguntarle al Alcalde. Me contó una historia curiosa.
El pueblo había sido fundado hacía 200 años por un antepasado de Higg, actual Señor de Slon. Al parecer había sido expulsado de sus tierras después de una batalla y huía con los servidores que le quedaban. Entre los animales de tiro que había logrado salvar del desastre, había un elefante.
El Higg antepasado era un personaje algo bestia. En su huida hizo subir a su séquito, elefante incluido, a través de retorcidos caminos de montaña, difíciles de transitar hoy en día, aún para una mula. Nadie sabe cómo lo logró, el caso es que cuando llegó al sitio donde hoy se levanta su castillo, en lo que hoy es Slon, no pudo seguir adelante. El elefante se negó a continuar y no había forma de volver atrás. Así que Higg decidió levantar ahí su campamento. Construyó una especie de caserón fortificado, que los lugareños suelen llamar “castillo” y fundó el pueblo. La gente comenzó a llamarlo “El Pueblo Donde Se Detuvo El Elefante”. Con el tiempo, el nombre fue acortándose, hasta que terminó llamándose Slon a secas.
Un tiempo después el elefante murió, seguramente de frío o de aburrimiento. Hay pocas distracciones para un elefante en estas montañas. Pero la gente ya se había establecido en el lugar y lo inaccesible del sitio alejaba el temor de ataques de los enemigos de Higg.
Dicen que la cabeza disecada del elefante adorna el salón principal del castillo del Higg actual y es considerado el símbolo de su poder.

viernes, 19 de octubre de 2007

Me Fui de Vacaciones V

Mis vacaciones hubieran podido ser maravillosas. Las playas eran magníficas. El servicio inmejorable. La cerveza, suave y fría. Había chicas semidesnudas tomando el sol en las playas y bailando en las discotecas. El sol alejaba el frío de la noche, la brisa marina refrescaba los cuerpos por el día. Era el lugar perfecto para echarse a no hacer nada y deleitarse plenamente en el ocio y la vagancia...
Pero mis compañeros de viaje no me dejaron disfrutar de todas esas cosas. Se empeñaron en llevarme a lugares “de interés” que “había que ver”. Lugares que eran accesibles solo pasando por senderos agrestes y retorcidos. Lugares cuya visita no llevaba más de diez minutos, y sin embargo, para llegar a ellos empleábamos tres horas de camino.
Cualquier cosa que no fuera ir a ver “cosas nuevas”, era una pérdida de tiempo para el Herrero y los suyos. En lugar de descansar, estuve todo el tiempo de sobresalto en sobresalto. A la carrera porque nos perdíamos una representación teatral o una ceremonia que tenía doscientos años de historia.
Zirka terminó siendo tan familiar como Castelvalverde en mi niñez. Pero no logré descubrir las ventajas de los planes del Herrero sobre los míos. Encontré menos placer en todos esos días que en la primera mañana que pasamos tumbados en la playa.

sábado, 6 de octubre de 2007

Me fui de Vacaciones IV

Sólo pude disfrutar el primer día. Tengo que reconocer que echado al sol en aquella tumbona, sintiendo las caricias de la brisa marina, bebiendo y sin hacer nada, se estaba de maravilla. Pero al día siguiente el Herrero dijo que estaba bien perder el tiempo en la playa sin hacer nada.
“Vamos a ver la Torre Recta. Venir a Zirka y no ver la Torre es como no haber venido” declaró. Luego estuvo largo rato contándonos la historia de la Torre y su importancia arquitectónica. Al parecer, los habitantes del país son un desastre haciendo torres o cualquier otro tipo de edificios. Todas quedan inclinadas. Algunas tan inclinadas, que según dicen, tienen que poner los muebles en las paredes, y los cuadros en el suelo.
Sin embargo, el mayor edificio de Zirka, la Torre Recta, es extremadamente alto y vertical. Cuando se terminó, a los habitantes de Zirka, les pareció de mal gusto y poco práctica. Se sintieron estafados, burlados y ofendidos en su amor propio. Tanto que hicieron ejecutar al arquitecto Geronetto el Grande, que había sido contratado para construirla, no sin antes torturarlo públicamente durante varios días en la Plaza del Ayuntamiento, como parte de las fiestas de la ciudad.
Hoy en día, la Torre Recta es el orgullo de la ciudad y Geronetto tiene una estatua justo en el mismo lugar donde fue torturado, en la Plaza del Ayuntamiento. Los zirkanos suelen negar haber asesinado a Geronetto. Cuentan que lo hicieron agentes del vecino Imperio, llenos de envidia por la maravillosa torre que había construido para Zirka. Los más instruidos, saben que en la época en que se construyó la Torre, el Imperio aún no existía. Pero se justifican diciendo que eran otros tiempos y que la cultura de la gente era diferente. “Torturar personas en las fiestas era una tradición, una señal de identidad nacional” nos explicó el guía. “Incluso existía una raza de esclavos que eran criados expresamente para ser torturados y ejecutados públicamente. Ahora que esos usos están prohibidos, esa raza de seres nobles y abnegados ha desaparecido por completo.”
La excursión a la Torre incluía la subida al mirador que hay en su punto más alto. En condiciones normales jamás habría intentado subir a esa altura, pero una vez más, la opinión del Herrero se impuso. No quiso permitir que nadie se perdiera la experiencia, aunque Alfredus se escabulló en el último momento.
Trepamos por una empinada, estrecha, retorcida y oscura escalera de caracol. No tardé más de unos minutos en aburrirme de tantas vueltas. Si hubiera tenido estómago, habría vomitado. Me dolían todas las articulaciones. Las rótulas parecían querer separarse de sus habituales compañeros, tibias y fémures. No sé cuánto tardamos, pero me pareció interminable.
Al llegar arriba teníamos muy mal aspecto. Todos menos el Herrero qué exclamó: “¡Mirad qué paisaje! ¡Qué vistas tan hermosas!” Fuimos tras él. Más que nada, para que la brisa que venía del mar apaciguara un poco las nauseas y el mareo.
El Tonelero, con el rostro extremadamente pálido, se inclinó sobre el muro y sus tripas produjeron un sonido espeluznante. El viento arrastró su vómito para hacerlo caer sobre las cabezas de los asistentes al mercadillo que hay a los pies de la torre. Ni siquiera tuvimos ánimos para asomarnos a ver como los turistas gritaban improperios y amenazas de muerte. En otro momento hubiera sido un espectáculo muy divertido.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Me fui de Vacaciones III

Mi primera mañana de vacaciones desperté temprano y bajé a la playa. El chiringuito aún estaba cerrado, las tumbonas amontonadas una sobre otra y encadenadas. Desperté a Alfredus que cargó hasta la playa con una de mis barricas de vino. Rompimos los candados y nos echamos a disfrutar de la brisa marina de la mañana. Es decir, la disfruté yo, porque Alfredus se durmió inmediatamente.
Habíamos repartido varias tumbonas alrededor nuestro. Al rato llegó una pareja de ancianos. Él se sentó en una de las tumbonas. La señora miró alrededor tímidamente, no muy segura de que se pudieran usar a esa hora tan temprana. Al ver a Alfredus dormido, hizo un movimiento para sentarse también. Pero entonces me vio a mí. Se quedó lívida.
Ya sé que mi aspecto no es muy corriente, pero en este mundo en que vivimos hay demasiada gente rara como para escandalizarse por ello. Sin ir más lejos, la anciana misma era bastante fea. No obstante, pegó un grito: “¡La Muerte! ¡Pepe, es la Muerte!” y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus reumáticas piernas.
Pepe me miró. Luego siguió con la vista a su mujer, que se alejaba. Sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación. Su rostro reflejó el esfuerzo que tuvo que hacer para levantarse de la tumbona. Se alejó siguiendo las huellas que había dejado la anciana en la arena.
Una hora más tarde, ya había gente en las tumbonas. Los adolescentes de pelos largos fueron los primeros en llegar. Venían algo borrachos, me invitaron a beber y a fumar. Más tarde llegaron otros ancianos. Estos no se asustaron, pero los dos primeros nunca regresaron.
El hombre que alquilaba las tumbonas se enfureció cuando descubrió que los candados estaban rotos. Como había tantas personas en las tumbonas, no pudo acusar a nadie. Todos dijimos que al llegar, los candados ya estaban abiertos. Al final pagamos el alquiler y se tranquilizó un poco, aunque no dejó de jurar que mataría al que le había roto los candados.
Me fijé en que uno tras otro, todos los que llegaban iban a un barrizal que había al final de la playa. Ahí se embadurnaban del barro desde la cabeza a los pies. El resultado final era un montón de gente con aspecto de haber salido recientemente del Averno. La playa parecía un congreso de Hijos de Xam, el Dios de los Infiernos. Nuestros amigos, los adolescentes peludos, nos explicaron que aquel era un barro medicinal, muy bueno para la piel. Que luego de varias horas, al quitarse el barro, sus pieles quedaban frescas y tersas. En realidad para lo único que valía el barro de Zirka era para matar los piojos, ladillas y pulgas de los que estarían sin duda alguna llenos sus cuerpos y pelambres.

“Estoy convencido de que si llevas ese apestoso barro seco pegado al cuerpo varias horas, sólo la sensación de no tenerlo encima, te hará sentir que tienes la piel de un bebé” dijo Alfredus por lo bajo. Alfredus es un poco tonto, pero a veces hace comentarios muy acertados.
El Herrero y los demás llegaron una hora después que el Guardián de las Tumbonas. Llevaban un buen rato despiertos, pero habían perdido una hora poniéndose de acuerdo sobre a qué lugar irían y otra hora recogiendo los enseres que necesitaban para un día de playa. Iban cargados de sombrillas, toallas, cremas y potingues, comida, pelotas, y un montón de objetos más, la mayor parte de ellos, inútiles.

“El barro mineral de Zirka tiene propiedades medicinales.” declaró Martina, la aprendiz de bruja. Tomó de la mano a la Prima Segunda, soltó un convincente “¿Vienes Lugdvig?” y los tres se fueron en dirección al barrizal. Alfredus se incorporó apresuradamente. “¿Medicinal?” dijo. “Tendré que probar sus efectos.” Y fue tras ellos. Un rato después frotaba la espalda de la Prima Segunda con sus manos negras de barro.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Me fui de Vacaciones II

El Herrero me había propuesto unirme a su grupo de vacacionistas. Iban a Zirka, una ciudad en la costa a día y medio de viaje desde Trone. “Un lugar que todos deberíamos visitar al menos una vez en la vida” dijo. “La Torre Recta de Zirka es una de las nueve maravillas del mundo.”
No sé por qué acepté. Creo que fue porque no me apetecía quedarme en un pueblo fantasma y esperar que llegara el invierno. Podría haberme muerto del aburrimiento. Esto último es un juego de palabras.
Salimos del pueblo temprano en la mañana. El grupo del Herrero consistía en los mismos que siempre le acompañan a sus excursiones por el campo. Pero esta vez no iríamos a pie. Cada uno había traído su propio animal de carga. Yo llevé conmigo a Alfredus, mi sirviente. No se hizo mucho de rogar cuando le ordené preparar las maletas y ensillar los caballos. El Hidalgo también se había ido de vacaciones llevándose con él a la mitad de su servidumbre, incluida la criada con la que Alfredus suele fornicar.
El viaje a Zirka habría sido divertido de no ser porque duró varios días y por lo incómodo de los albergues donde pasamos las noches. Eso sin contar con lo pesados que resultaron ser los amigos del Herrero. Ya me habían parecido pesados durante aquella excursión que hicimos al campo. Pero convivir con ellos durante varios días multiplicó los efectos cargantes.
El Tonelero contó varias veces los mismos chistes que ya conocíamos de la anterior excursión, mientras que su mujer no dejó de celebrarlos con estruendosas carcajadas. Martina, la aprendiz de bruja y Lugdvig, el aprendiz del Herrero seguían tratando de impresionarse uno al otro. Yo creía que, después de tanto tiempo, ya habrían consumado su idilio. Pero, al parecer, ninguno de los dos se atrevía a dar el paso y seguían estancados en la misma situación. Girardo, el sobrino medio idiota del Tonelero, demostró serlo completamente. Para colmo, a Alfredus le dio por cortejar a la prima segunda del Tonelero, lo cual generó algunas tensiones con la familia Tonelero.
Al final llegamos a Zirka, de lo cual me alegré mucho. Tomamos habitaciones en una pensión abarrotada, muy cerca de la playa. “En primera línea” según las palabras del dueño, que nos cobró una pasta por alojamiento y desayuno. El lugar no estaba mal: pronto descubrí que en la playa había un chiringuito con tumbonas y un mozo que servía todas las cervezas que uno pudiera tomar. Eso sí, a un precio exorbitante. Decidí que iba a pasar mis vacaciones en ese sitio, bajo una sombrilla, bebiendo cervezas y sintiendo la suave brisa marina rozando mis costillas. Pero no fue posible.

jueves, 30 de agosto de 2007

Me fui de Vacaciones I

Llevaba un montón de días sin escribir. Es porque me fui de vacaciones por primera vez en mi vida.
Cuando era mercenario, después de un trabajo duro solíamos pasar una temporada sin hacer nada. Elegíamos una ciudad o un pueblo que no estuviera mal y nos gastábamos el dinero en bares, salas de juego, con mujeres… No lo llamábamos “Vacaciones”. Era sólo el descanso que nos tomábamos entre un trabajo y otro. Cuando comenzábamos a quedarnos sin pasta, era señal de que había que salir a buscar otro contrato.
A veces algún Señor poderoso necesitaba de nuestros servicios no sólo para un trabajo. Más de una vez nuestra función consistió en disuadir, con nuestra mera presencia, a los posibles enemigos de nuestros empleadores de emprender acciones que pudieran desencadenar las represalias de nuestra compañía.
En esos casos nos dábamos a la buena vida. Bebíamos, comíamos y follábamos a costa de nuestro empleador. Era una especie de barra libre de todos los placeres. Las sirvientas de nuestros patrones solían respirar con alivio cuando se terminaba nuestro contrato. Pero eso tampoco podía ser llamado “Vacaciones”. Más bien eran trabajos con incentivos extra.
Pero esta vez fue diferente. He estado oficialmente “De Vacaciones”. Es raro porque precisamente ahora no tengo que trabajar para vivir y algunos podrían pensar que siempre estoy de vacaciones. Incluso yo mismo no tengo muy claro la diferencia. El Herrero trató de explicármelo, pero no me pareció muy convincente.
Una mañana a mediados de julio salí de casa y encontré el pueblo particularmente vacío. No era domingo y tampoco era demasiado temprano. Pero todos los comercios estaban cerrados y las calles desiertas. Fui a desayunar a la Tasca del Elefante y sólo encontré al Herrero que bebía su habitual jarrita de ron de las mañanas. Me explicó que no había nadie en el pueblo porque todos se habían ido “de Vacaciones”. Incluso él mismo estaba a punto de irse con el último grupo de lugareños. Después de la tercera jarrita, me propuso que me uniera a su grupo: “te vas a divertir” me dijo.

jueves, 12 de julio de 2007

Infancia (2)

Conocí a Adela cuando yo tenía diez años. Ella tenía catorce y había llegado desde el Continente para casarse con mi hermano Fernando de dieciséis. Recuerdo perfectamente el día en que la vi por primera vez. Había llevado a mi pequeña banda de niños a robar frutas a una plantación cercana al puerto. Volvíamos con nuestro botín por el camino que va del puerto a Castelvalverde cuando nos rebasó un carruaje custodiado por un nutrido grupo de soldados entre los que había, tanto uniformes de la guardia de mi padre, como colores extranjeros. A la cabeza cabalgaba Luciano, el jefe de la guardia, que, al verme al mando de mi grupo de niños, hizo un gesto de saludo, a medias entre ceremonioso y divertido.
La comitiva se perdió tras una curva del camino, pero unos minutos después volvimos a verlos. Se había roto un eje del carruaje y estaban esperando que trajeran otro desde el castillo. Luciano había enviado a uno de sus hombres a buscarlo. Del carruaje descendió una muchachita rubia y delgada, que miraba a su alrededor con una mezcla de curiosidad y timidez. A su lado, su gruesa dama de compañía, visiblemente nerviosa, la colmaba de atenciones. El jefe de la escolta de Adela hablaba excitado con Luciano, que trataba de calmarlo. El accidente le parecía provocado y sospechaba una traición. Nada más alejado a los intereses de mi padre, que necesitaba fortalecer la alianza comercial con el padre de Adela, el gran señor de una ciudad del Continente.
“Este es el hijo menor del Señor de Valverde” dijo Luciano cuando me vio llegar. “Puede acompañar a la Señorita Adela durante el resto del viaje”. Eso tranquilizó al jefe de la escolta. Luciano no arriesgaría la vida de un hijo de su señor. Así tuve que esperar a que arreglaran el carruaje y volver al castillo con Adela y su dama de compañía.
La verdad es que eso fue un contratiempo para mí. Rompía todos los planes que tenía. Mis amigos irían al río, estarían todo el día bañándose y comerían las frutas que habíamos robado. Protesté, amenacé a Luciano con quejarme a mi padre, pero todo fue en vano. Tuve que acompañar a la prometida de mi hermano y a su gorda sirvienta, que me miraba con desprecio, como a un pequeño salvaje incivilizado. Adela trató de ser amable conmigo, pero en ese momento la veía como la causa de todos mis problemas. Era una entrometida que me había estropeado el día y la odiaba con todas mis fuerzas. No podía imaginar cómo influiría esa chica en mi vida y las cosas que llegaría a hacer y padecer por su causa.

miércoles, 4 de julio de 2007

Las mujeres.

Ayer subí a la Taberna del Dragón Levemente Gigantesco. Casi nunca voy porque queda lejos de casa, a más de 200 metros, en el otro extremo del pueblo. Me apetecía cambiar de ambiente, así que me pegué la caminata. Los parroquianos habituales del Dragón son algo diferentes a los de la Tasca del Elefante, a donde voy siempre. Stylus, el escritor frustrado, es un ejemplar típico del primer sitio, mientras que el Herrero y el Tonelero son más del segundo. Aunque Stylus y sus amigos a veces se aparecen por la Tasca del Elefante. Dicen que para “respirar el ambiente de la gente de pueblo”. Sus gustos no dejan de ser curiosos ya que los olores que despide “el ambiente de pueblo” no suelen ser precisamente agradables. En cambio nunca verás al Herrero o al Tonelero en la Taberna del Dragón. Será que los aromas débiles no son tan atractivos para sus narices.
Stylus y Arkad, el poeta loco, estaban en una mesa. Me senté con ellos. El tema de conversación esa noche eran las mujeres. Se veía que ninguno de los dos se comía una rosca desde hacía varios meses. Ya estaban algo borrachos y no paraban de relatar éxitos amorosos pasados. Verdaderas o falsas, yo ya había escuchado antes esas historias de sus bocas. Ninguna tenía menos de seis meses de antigüedad.
Al rato, Stylus comenzó a hacer preguntas insidiosas sobre mi vida sexual. Hace unos años habría respondido a su impertinencia enfundando mi cuchillo en su barriga. Pero me he vuelto una persona pacífica, no sé si por los años, o quizás sea algo natural cuando uno deja de estar vivo. Además, le he tomado aprecio a Stylus. No sé por qué. Es un infeliz, es pesado, pedante, cobarde y tacaño. Pero cuando está sobrio, su conversación me entretiene. Esta vez no era el caso.
Tuve que reconocer que, desde que dejé de estar vivo, mi vida sexual es una mierda. Después de que perdiera la piel y todos los tejidos blandos he estado con algunas mujeres. Pero no es lo mismo. Sólo me quedan los huesos y prácticamente ninguno de los órganos sexuales los tiene.
La polla, la lengua, incluso el cerebro, del cual dicen que es el más importante de los órganos sexuales, están formados completamente por tejidos blandos. Sólo me quedan los dedos, aunque el tacto del hueso es poco apropiado para acariciar a una mujer.
Recuerdo un buen negocio que hicimos en Stranis. Mis amigos y yo habíamos ganado mucho dinero y contratamos los servicios de unas chicas. Tuve que mojar los dedos en aceites aromáticos para poder acariciar a la mía. La chica estaba algo fría, pero luego cambiamos de parejas. La nueva estaba un poco borracha y puso más de su parte. Estuvimos toda la noche bebiendo, comiendo y follando. Al final creo que incluso se corrió. Mirándolo fríamente, hay que ser un poco pervertida para correrse con un esqueleto que te acaricia el clítoris con los huesos de sus falanges empapados en aceite…
De todas formas, ya no es como antes. Entonces, disfrutaba de verdad. Lo de ahora es una especie de simulacro. Si pudiera recuperar algo de cuándo estaba vivo, recuperaría el sexo. Sin dudarlo.

martes, 26 de junio de 2007

Infancia (1)

Mi padre, Don Hernando, era el Señor del pequeño feudo de Valverde al norte de la Isla Zaleña. Las familias poderosas de Zaleña suelen tener tres hijos. Fernando, mi hermano mayor era el heredero de mi padre. Arnaldo, el segundón, desde pequeño fue educado para ser sacerdote del Dios Castrado, según la religión oficial de la Isla. Diego, el tercero, en cuanto cumplió los 14 años, fue enviado a Palma, la capital para entrar al servicio del Rey como miembro de la guardia. La tradición de Zaleña así lo manda: el primer hijo mantiene el feudo, el segundo sirve a Dios y el tercero al Rey. Yo fui el cuarto. Desde pequeño me percaté de que nadie sabía qué hacer conmigo. Lejos de traumatizarme, eso me permitió disfrutar de una libertad como no había conocido ninguno de mis hermanos. Mientras Fernando y Diego asistían a clases de esgrima y Arnaldo ayudaba al párroco, yo vagabundeaba por los alrededores del castillo familiar. Conocía a todos los labriegos y aldeanos, jugaba con sus hijos. Yo era el hijo del Señor. Mi padre tenía derecho de vida o muerte sobre todos los habitantes del feudo. Eso me hizo líder de esos niños.
A pesar de ello, había un cierto “código” de honor infantil que impedía recurrir a los mayores para dirimir rencillas entre niños. Más de una vez tuve que defender mi posición de líder a golpes. No siempre salía bien librado de aquellas peleas. Pero poco a poco fui aprendiendo a utilizar mis puños, piernas, dientes y toda arma disponible. Aunque a veces, había huesos duros de roer. Uno de ellos era Marcelo.
Cuando cumplí ocho años, mi padre me regaló una pequeña espada. No una espada de juguete sino un arma verdadera. En realidad era una especie de puñal largo de acero brillante con empuñadura de nácar. Para mí era como una espada. Enseguida aprendí a usarla. Mi hermano Diego, sólo un año mayor, era mi maestro. Por las tardes me enseñaba todo lo que aprendía con sus profesores de esgrima. Mis amigos no vieron mi nueva espada hasta que aprendí a manejarla. Cuando me sentí seguro, aparecí en el grupo con mi arma a la cintura.
Marcelo era dos años mayor que yo, era el hijo de un caballero, súbdito de mi padre. El hecho de que no fuera un simple labriego hacía que tratara a los demás con arrogancia. Discutía conmigo el liderazgo del grupo de niños. Aunque su padre era pobre y no podía permitirse comprar una espada para su hijo, le enseñaba esgrima con una espada de roble que más de una vez le había servido para pegarme una paliza. Cuando me vio llegar con mi espada al cinto, en su funda, creyó que era un arma de juguete como la suya y comenzó a provocarme. Creía que me vencería fácilmente en un duelo gracias a su mayor tamaño y fuerza. Hice cómo si temiera pelear con él hasta que, dispuesto a pegarme una paliza, desenfundó su espada de madera.
Todos vieron que actué en defensa propia. Mi espada de acero de Cuerva cortó en dos la de mi contrincante. Me las arreglé para que el mismo golpe le cercenase la oreja izquierda. Desde ese día Marcelo dejó de molestarme. Su padre, temeroso del mío, envió a su hijo lejos de Valverde, a servir de escudero de un caballero del Rey.
Muchos años después volví a encontrarme con él. Pero esa es otra historia.

martes, 19 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (4)

El rastro de sangre que dejaba, nos hubiera permitido alcanzar pronto a Holl. Sólo perdimos unos segundos en preparar antorchas y salir en su persecución. El pasadizo por el que había huido llevaba a una sala cruzada por un río subterráneo. Las huellas indicaban que Holl se había metido en el río. Pero no podíamos adivinar si había ido río arriba o río abajo. La corriente era muy débil y el agua sólo llegaba a las rodillas. Nos dividimos en dos grupos. Mi lugarteniente Ritcharg con ocho hombres de la compañía y cuatro de la escolta de Sterl, acompañó a este corriente arriba. Yo elegí buscar corriente abajo. Si Holl había huido en esa dirección, no tendría posibilidad de salvarse. Se internaría cada vez más en la montaña. Pero lo absurdo de esa opción me hacía pensar que había sido la elegida por el príncipe. Me acompañaban Yorandas y otros cuatro hombres de mi compañía. Abría la marcha Fragram, el lagarto crestado de Num, alumbrando el camino con su antorcha. Otros dos hombres también llevaban antorchas. El río se internaba en un túnel y tuvimos que meternos en el agua fría.
Avanzamos varios cientos de metros. Conforme bajábamos, el túnel se hacía más estrecho, la corriente más profunda y más rápida. Cada vez se hacía más difícil mantenerse en pie. Yorandas me señaló una huella de sangre en una roca que sobresalía del agua. Holl había seguido ese camino.
Fragram avanzó unos pasos más allá de la roca y de repente perdió el pie. Antes de que nadie pudiera ayudarlo, la corriente se lo llevó hacia el interior de la montaña. La antorcha sobresalió del agua unos instantes, iluminando el túnel que se estrechaba aún más, lo que incrementaba la fuerza de la corriente de agua.
Habíamos llegado a un punto en el que el agua hacía una poza donde la profundidad era mayor que la altura de un hombre. Era imposible seguir más allá de ese punto sin que la corriente te arrastrase con una fuerza descomunal. Fragram no tardaría en reunirse a Yomo, el dios de los lagartos crestados. No sé si Holl tenía un dios con quien reunirse. Pero seguramente, estaba también en camino. No podíamos hacer nada por Fragram y seguir la persecución era una locura. Así que regresamos a la caverna principal.
Las pasiones habían sido enfriadas por las aguas subterráneas. Una vez calmado, Sterl descubrió que en realidad no estaba tan descontento. Había obtenido la petición de sodomización sellada y firmada por Holl. A cada rato la desenrollaba, la leía y soltaba una risita. Los demás hacíamos planes para recibir a los familiares de Holl que traerían el rescate, Sterl nos prohibió expresamente tocar a la princesa. No quería provocar la ira de su padre, el Conde Remige ni la del Emperador. Eso molestó un poco a algunos, que esperaban tener diversión extra cuando la princesa acudiera a rescatar a su esposo. Pero ir en contra del Emperador era una locura y se tuvieron que conformar.
Unos días después recibimos el rescate por Holl. Tuvimos que pelear un poco con sus soldados, que se sintieron engañados al no recibir nada a cambio de su dinero. Matamos a unos pocos y nos fuimos para siempre de aquellas regiones.
Al final, lo que había estado a punto de terminal mal, acabó de una forma magnífica.

jueves, 14 de junio de 2007

Leer y sentir placer.

Hoy he leído un libro. No es que fuera la primera vez, pero este libro era distinto a todo lo que había leído antes. Era una novela. No había leído muchas novelas antes. Es más, era la primera que leía. Pero aún así, me ha parecido muy rara.
Cuando uno es mercenario, nunca está de más pertrecharse de conocimientos. Es útil saber, por ejemplo, que la plata es venenosa para los vampiros, que puedes tumbar a un gigante de un martillazo en los huevos, que el rescate de una princesa virgen no debe ser menor que 500 monedas de oro, que algunos hechizos muy complicados tienen contra-hechizos muy fáciles de pronunciar. En esos casos, leer es un mal necesario para poder adquirir esos conocimientos que nadie te enseñará.

“El Manual del Mercenario” de Roger Krram es, en ese aspecto, una verdadera obra de arte. Aunque Roger vivió hace 120 años, sus enseñanzas aún tienen una vigencia impresionante. Nadie como él ha logrado aunar en una sola obra la sabiduría de tantas generaciones de guerreros, ladrones y magos.
Hace unos días estuve bebiendo unas cervezas con Stylus, el escritor frustrado. Comenzó a darme la vara con la misma letanía de siempre: Que si leer esto, que si leer aquello, que si es un placer, que si es útil, que si me dejaba una novela para que yo la leyera... Al final, para quitármelo de encima, acepté que me la diera. No era un libro muy grueso, pero aún así, lo dejé olvidado en un rincón de mi habitación.
Ayer volví a coincidir con Stylus y un par de amigos suyos en la taberna. Sus amigos son de esos que se pasan el día hablando tonterías: de pintores, escritores y otros temas triviales. Stylus me preguntó qué me había parecido la novela y no pude ocultar que no la había leído. Los tres me cayeron encima. Todos coincidían que era una magnífica novela y que debía leerla sin falta. Por sus palabras, parecía imposible que hubiera logrado vivir tanto tiempo sin leerla. ¡Qué pesados!
Para colmo, al llegar a casa, mi sirviente Alfredus me suelta: “¡Qué libro más bueno, señor Rodrigo! ¿Se lo puedo prestar a mi novia? Le encantaría.” Le pegué una colleja a Alfredus y me prometí que leería el dichoso libro. Aunque sólo fuera por poder decir: “Lo he leído y es una mierda”.
Trataba de un hombre que vivía en un mundo ficticio y que se dedicaba a criar y vender gusanos de seda. Todos los gusanos del país enfermaban y el hombre recorría medio planeta buscando un lugar a donde no hubiera llegado aún la enfermedad, para adquirir larvas. Al final encontraba ese lugar, y se enamoraba de la mujer de un gran Señor. Nunca podría consumar su amor, pero regresaba a su país con las larvas sanas y se hacía rico. Una historia con moraleja.

La forma de contarla era algo rara, pero no estaba mal. Al final me gustó tanto que le pedí a Stylus otro libro.

martes, 12 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (3)

Sterl había logrado humillar a Holl, pero eso no le bastaba. Estaba fuera de sí, borracho de éxito y venganza. Quería ver cómo se consumaba la violación de Holl por un Ogro. El único ogro disponible era Gromorruk, pero ahí surgía un pequeño problema. Gromorruk no quería violar a Holl. Sólo pensarlo le producía nauseas. Bajo su brutal y tosco aspecto de ogro-troll se ocultaba un alma sensible y delicada. Gromorruk coleccionaba obras de arte, esculturas, cuadros de grandes pintores, era lo que elegía como su parte del botín cuando asaltábamos un castillo o el palacete de un noble. Solía enviar todas esas riquezas a su esposa, que lo esperaba en su lejano castillo del norte. Aunque era el soldado más valioso que teníamos, feroz en la pelea y casi invencible, con sus siete metros de estatura, la piel gruesa, impenetrable a las flechas y su increíble fuerza y habilidad en el manejo de las armas, nunca le vi disfrutar matando a nadie. No era dado a la tortura ni el ensañamiento. La violencia era para él sólo una forma de ganarse la vida. Cuando era gratuita, la consideraba inapropiada y de mal gusto.
Sterl se empeñó en que Gromorruk lo hiciera. Había esperado tanto para humillar a su adversario que quería que la humillación fuera total. Montó en cólera cuando Gromorruk se negó. Sterl no estaba acostumbrado a ser desobedecido. Perdió los estribos y llegó a desenfundar su espada y amenazar a Gromorruk. Este se alzó con un rugido que nos heló la sangre incluso a nosotros, sus compañeros. La escolta de Sterl se lanzó en auxilio de su amo. No sé qué hubiera pasado si Yorandas no hubiera aparecido en ese momento gritando que Holl había logrado escapar.
Las Cuevas de los Enanos son antiguas cuevas naturales y pasadizos excavados en la roca que se pierden en el interior de las montañas. Hoy están abandonados y no se sabe a dónde conducen. A nadie en su sano juicio se le ocurriría internarse en esos laberintos oscuros e interminables. Pero a Holl no le quedaba nada que perder. Había aprovechado el revuelo causado por el incidente entre Sterl y el ogro para escabullirse por uno de los agujeros que conducían al corazón de la montaña.

domingo, 10 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (2)

En los días en que el Emperador decidió escarmentar al príncipe Holl, mi compañía de mercenarios ya había adquirido cierta fama. Teníamos con nosotros a Gromorruk, el Ogro-Troll y a otros veintitantos guerreros experimentados y feroces. Aunque cobrábamos caro, contratarnos era la garantía de un trabajo bien hecho. Entre nuestros clientes se contaban algunos nobles de la corte Imperial y ninguno había quedado descontento.
Estábamos acampados cerca de Stinke cuando recibí una invitación del Hidalgo Heriteh, Señor del lugar para asistir a una fiesta en su castillo. Ahí Heriteh me presentó a Sterl, un noble de la capital que me propuso secuestrar al príncipe Holl a cambio de una gran suma de dinero, pagaran o no el rescate sus familiares. El noble me insinuó que el Emperador vería con buenos ojos mi colaboración. Por supuesto acepté el trabajo.
El príncipe solía cazar en un coto en los alrededores de su castillo. Ahí fuimos a esperarlo. Fue más fácil de lo que parecería. Los soldados del príncipe no pudieron hacer nada ante la maza de Gromorruk, Creo que matamos a toda su escolta esa mañana. Todos los que no estaban de permiso.
Llevamos a nuestro prisionero a una cueva en las Montañas de los Enanos. Al principio se comportó altivamente. Despreció la comida que le trajeron sus carceleros. Pronto comprendió que no habría otra mejor. Nadie le había tocado un cabello, lo manteníamos intacto para cobrar el rescate y porque en estos trabajos para nobles hay que andarse con mucho cuidado. Nadie sabe, a veces la balanza se inclina hacia el otro lado y el que ha caído en desgracia vuelve de repente a la cresta de la ola. Solicitamos rescate a sus familiares y nos sentamos a esperar.
Pero entonces Sterl apareció en la cueva. Al verlo, Holl comprendió que no lo tendría fácil. Se conocían de antes: Holl le había hecho pasar un mal rato a Sterl. Luego me enteré de que lo había humillado delante de toda la corte imperial el día de la ceremonia de petición de mano de su prometida. Al parecer, Sterl había pronunciado mal una de las frases ceremoniales, lo que había aprovechado Holl para hacer un chiste mediante el cual, hábilmente ponía en duda la orientación sexual de Sterl. El juego de palabras había sido tan bueno que incluso la prometida de Sterl había roto en carcajadas. A partir de ese momento, Sterl fue conocido en la corte como “el Culero” mote del que no se libró ni siquiera después de tres duelos, uno de ellos con muerte de su adversario.
Sterl me pidió dos hombres para “interrogar” al príncipe. No a cualquiera dos. Uno de los elegidos fue Jilerto, el arum, a cuya gente había ayudado a esclavizar el padre de Holl. El otro interrogador fue Yorandas, una sirdania que se había unido hacía poco a la compañía. Toda su familia había sido asesinada por la guardia de Holl hacía unos años y ella misma había sido violada por unos veinte o treinta soldados. La tal Yorandas estaba un poco pirada. Solía coleccionar los penes secos de sus víctimas, que llevaba atados en su cinturón. Prefería cortarlos cuando sus enemigos aún estaban con vida.
El “interrogatorio” tenía un objetivo: lograr que Holl se humillara hasta el punto de pedir ser sodomizado por un ogro como única forma de dejar de ser torturado. Y vaya si Sterl lo logró. Al final lo que quedaba de Holl, lleno de cicatrices, sin uñas, con un ojo y una oreja de menos, con la piel marcada por golpes, cortes, ácidos, fuego, pidió por favor que lo sodomizara no ya un ogro, sino toda la compañía y que luego le proporcionaran una muerte rápida. Sterl le hizo firmar la petición usando su propia sangre como tinta, en un pergamino sellado con el anillo que solía usar Holl en sus documentos oficiales.

sábado, 2 de junio de 2007

La historia del príncipe de Sirdania (1)

Contribuir a la caída de gente otrora poderosa es doblemente placentero. Y no sólo porque suelen tener más dinero, joyas, riquezas, que terminan sumándose a la paga que un mercenario recibe por cada trabajo. Es que el placer no es el mismo al violar a la hija de un Conde que a la de un mercader. No se siente lo mismo al introducir el acero en el pecho de un simple sargento de la guardia que en el de un gran señor feudal. La sangre roja ensucia, la azul distingue tanto al que la lleva por dentro como el que la exhibe en sus ropas. Aunque quizás no sea más que por simple envidia.
Recuerdo especialmente el secuestro del príncipe Holl de Sirdania. Era el señor de un pequeño principado fronterizo con el Imperio. Su padre, el príncipe Grahe, había sabido navegar con suerte por las turbulentas aguas de la diplomacia Imperial. Unos veinte años atrás el Reino de los Arums se levantaba entre el Imperio y Sirdania. Por si alguien no lo sabe, los arums son una especie de seres con cabeza de cerdos. Muy orgullosos y malolientes. Pues el Imperio codiciaba las fértiles tierras de los arums y Grahe supo rápidamente quién ganaría esa guerra. Desde el principio apoyó al Imperio, permitiendo que utilizara su territorio para invadir Arum. El Imperio se lo agradeció permitiendo la existencia del rico y minúsculo principado independiente en sus fronteras. Grahe mantuvo ese status cultivando relaciones de amistad en la corte del Imperio. Incluso logró casar a su hijo adolescente Holl con la hija del Conde Remige, un alto dignatario muy cercano al Emperador.
Pero Grahe murió prematuramente y su hijo Holl era un majadero. No solo trataba despóticamente a su pueblo, sino que, sobrevalorando su poder, comenzó utilizar caprichosamente las relaciones que su padre había creado para proteger al principado. De la noche a la mañana, Sirdania pasó de ser un lugar tranquilo y apacible a ser una especie de hervidero de grillos. El Emperador quizás no había oído hablar del principado más que de pasada y ahora todos los días alguien venía a contarle una nueva salida de tono del principito.
Nadie sabía a ciencia cierta por qué Holl se empeñaba en crearse problemas. Quizás no había evaluado cuán grande podía ser el poder del Imperio. Quizás creía a sus aduladores e incompetentes consejeros cuando le decían que era un elegido de los dioses destinado a cambiar la historia. Tal vez era tan sólo un idiota nacido entre púrpura y oro, pagado de sí mismo a quien se le había subido a la cabeza el servilismo con que le trataban sus súbditos y esclavos. O puede que fuera todo eso al mismo tiempo.
No es que Sirdania le quitara el sueño al Emperador. Sabía que podía borrarla de un plumazo del mapa. No le importaba que existiera si no constituía una fuente de problemas. Sin embargo el orgullo de algunos nobles de la corte era incompatible con las provocaciones del pequeño señor de una región semicivilizada. El Emperador decidió darle un escarmiento al alborotador.
Pero estaba el Conde Remige. Su hija era la princesa de Sirdania y el Conde amaba a su hija sobre todas las cosas. El Emperador no podía prescindir de la lealtad del Conde así que descartó actuar a cara descubierta. Ahí entramos nosotros.

Pasado (2)

He estado releyendo el relato inconcluso de mi excursión a la montaña. Cualquiera podría pensar que soy un flojo. Una especie de mariquita citadino incapaz de afrontar un día de camino por la floresta. Un burgués acomodado a la comodidad de la letrina en el patio, a candelabros con velas en cada rincón de la casa, al baño en una tina de agua tibia una vez por semana. Uno de esos seres lamentables que necesitan gafas, gorros y cremas para el sol; agua dulce para lavar la sal de sus cuerpos después de un baño de mar; comidas saludables y equilibradas, sin grasas ni aditivos… Y no es que haga alarde de las cosas que no necesito ahora que ya no tengo piel ni sistema digestivo que cuidar. Cuando estaba vivo pasé muchas noches a la intemperie. Noches enteras sin dormir, bajo las estrellas, las nubes, la lluvia, la nieve. Tuve que caminar largas jornadas antes de llegar al mejor sitio donde tender una emboscada, escalar paredes escarpadas, vadear túneles llenos de excrementos. Soporté mosquitos, pantanos y colegas malolientes, horas y horas de aburrimiento.
Pero nunca he disfrutado de las penurias. Una cosa es sufrir dificultades para ganarse la vida y otra desear sufrirlas. El masoquismo no es lo mío. Después de cada trabajo, he tratado de emplear el dinero obtenido con grandes esfuerzos en proporcionar placeres que me hicieran olvidar las privaciones pasadas. Siempre después de cada trabajo había una buena cantidad de dinero, o al menos, alguna princesita caída en desgracia para pasar el rato.

martes, 29 de mayo de 2007

Excursión al Campo (3)

A veces me pregunto si mi problema es que he dejado de comprender a las personas vivas. ¿Por qué mis compañeros de excursión marchaban tan animosos? No paraban de alabar las bondades del aire puro y la belleza del paisaje. Incluso el tonelero, cuya figura recuerda claramente la forma de los productos que fabrica, caminaba en el grupo de los que abrían la marcha y no paraba de hacer chistes malos con su vozarrón, que retumbaba en nuestras cabezas incluso cuando desaparecía tras un recodo del camino. Su mujer, aunque sudaba como si se hubiera sumergido en el río con todas sus ropas, mostraba la mejor de sus sonrisas, como queriendo demostrar que se lo estaba pasando en grande. Hasta le quedaban energías para reír de vez en cuando de los chistes de su marido. Lugdvig y Martina caminaban juntos. De vez en cuando, el aprendiz de herrero le tendía la mano a la aprendiz de bruja para ayudarla a sortear un tronco o un arroyuelo. Lo observaban todo con detenimiento y hacían comentarios eruditos para tratar de impresionar al otro. La mayor parte de las veces los comentarios eran erróneos. Lugdvig encontró una gran roca de cobre virgen, que en realidad era basalto y Martina recogió algunas plantas con propiedades medicinales que no eran más que hierbajos sin uso. Les corregí un par de veces. Después de eso comenzaron a mirarme con furia y retrasaron su marcha para no tener que caminar a mi lado. No le di demasiada importancia. Al final no dejan de ser un par de chiquillos que no saben ni limpiarse el culo. Aunque el culo de la Martina… si pudiera, ya la pondría yo a recoger hierbas del campo.
En fin, todos hacían lo indecible por demostrar lo felices que estaban de poder gastar sus energías y sus zapatos en las laderas del monte. Entretanto, yo había derramado todo el vino de mi cuerno, y no veía la hora de parar para volver a llenarlo. Después de bajar hasta el río habíamos vuelto a subir por un camino cada vez más pedregoso e intransitable. Mientras peor era el camino, más excitados estaban mis compañeros de viaje. Llegué a pensar que había ingresado por error en un club masoquista. Tres horas después de haber partido del pueblo, llegamos a un claro donde el Herrero declaró que pararíamos para comer algo. Al fin pude beber tranquilamente un par de cuernos de vino. Maximio y Girardo, el sobrino idiota del tonelero se sentaron cerca. Hablaban entre sí a gritos y reían a carcajadas que interrumpían sus propias frases. Comencé a sospechar que habían estado bebiendo de mi vino a espaldas mías. Aún así, le ofrecí un cuerno a cada uno. Los demás también bebieron. Todos menos Martina que lo rechazó mientras decía algo acerca de no sé qué “locura voluntaria”. Esa chica realmente está mal de la cabeza. Espero que no aprenda demasiadas artes de hechicería. No quiero ni pensar en tamaño poder en manos de una desequilibrada.
Confiaba en que el vino frenaría las ansias excursionistas de mis compañeros, pero fue en vano. No habían pasado siquiera veinte minutos y ya estábamos en marcha de nuevo.

lunes, 28 de mayo de 2007

Excursión al campo (2)

Ayer desperté más temprano que nunca. El Herrero me había dicho que si llegaba tarde no iban a esperar por mí. Llegué un poco antes de las nueve. Maximio cargaba una barrica de vino de unos veinte litros de vino. El vino tiene la ventaja de que puede beberse incluso caliente. Si no, hubiera traído cerveza. La cerveza me produce alucinaciones más benignas.
El Herrero apareció a las nueve y doce minutos. Luego llegó Lugdvig, su aprendiz. Más tarde, Martina, la aprendiz de bruja y finalmente el tonelero, su mujer, su prima segunda y el sobrino medio idiota. Estuvimos un rato esperando a alguien más, pero al final, el Herrero inició la marcha a las diez y media.
Salimos del pueblo en dirección a la Roca del Sacrificio, torcimos a la derecha y comenzamos a bajar la cuesta. Era curioso: íbamos “a la montaña” y sin embargo no hacíamos más que bajar. El camino se hizo cada vez más estrecho, hasta que se convirtió en un sendero sombrío. El sonido de los riachuelos se intensificaba mientras bajábamos, haciéndonos adivinar una corriente mayor en el fondo del valle.

Después de media hora de camino llegamos a un claro junto a un río de aguas tranquilas y profundas. Yo realmente ya estaba hasta las narices de tanto caminar. Así que me alegré cuando paramos. Era un buen lugar para pasar el día bebiendo y dormitando. Incluso se hubiera podido pescar si hubiera traído el equipo. Me eché en la hierba y le pedí a Maximio que me sirviera un cuerno de vino.
Los demás se sentaron en troncos caídos y piedras. Algunos bebieron agua del río. Pero no había podido ni mojarme los labios con el vino cuando el Herrero ya nos estaba agitando para proseguir camino. ¿Qué mosca le habría picado? ¿No era ese lugar tan bueno como cualquier otro para pasar el día?
Lo sorprendente es que nadie protestó. Parecía como si aquello fuese lo más normal del mundo. Todos se levantaron y emprendieron la marcha. Tuve que seguirlos con el cuerno en la mano, derramando vino por todas partes cuando me enganchaba con las ramas.
Otro día os contaré lo que vino después. Pensaba terminar este post en un rato pero me duelen todos los huesos, especialmente los de los pies. Y menos mal que ya no tengo músculos, tendones, ni esas cosas que suelen doler en estos casos… No tengo energías ni para bajar al bar. Le diré a Alfredus que me traiga un par de pintas de cerveza para pasar el resto de la tarde. Estoy destrozado.

Excursión al campo (1)

El sábado por la noche estaba tomando unas cervezas con el Herrero y otros dos vecinos y me invitaron a una excursión a la montaña. Este pueblo ya está en una montaña. Pero cada vez que sus habitantes hacen una excursión por los alrededores dicen que van “a la montaña”. Los domingos son muy aburridos en este lugar perdido. La mitad del pueblo está en alguno de los templos, rindiendo su absurdo culto a sus no menos absurdos dioses (otro día hablaré de las religiones y los dioses que se adoran por aquí). La otra mitad está durmiendo la resaca, y los restantes se van “a la montaña”.
Una de las pocas ventajas que tiene el no estar vivo, es que por mucho que bebas la noche anterior no tienes resaca al día siguiente. Las desventajas aparejadas a esta ventaja son, que tu paladar no distingue entre un vino “Chateau le Dragon Roldan” de 1291 y una cerveza agria caliente, te emborrachas de una forma extraña y desagradable, y al final de la noche sueles ver cerdos gigantescos que tratan de devorarte y otras alucinaciones variadas. Aunque podría ser peor, podrías no emborracharte siquiera.
Volviendo al tema de los domingos. Los domingos suelo levantarme temprano y cada hora se convierte en una tortura. Si bajo al bar, no hay nadie. Si doy un paseo por el pueblo, todo desierto. No sé cómo pasar los domingos. Siempre termino comprando una barrica de cerveza, la subo a mi habitación y empleo mi tiempo en observar lugares, personas y pensamientos lejanos en la bola de cristal que encontré en Stranis. Al final, vuelvo a alucinar con los cerdos caníbales y me duermo con la sensación de haber perdido el día miserablemente.
Por eso acepté la invitación del Herrero. No quería pasar otro domingo aburrido y vacío. Quedamos en encontrarnos a las nueve de la mañana junto a la fuente de la Plaza. He dicho que los domingos me levanto temprano, pero estar listo a las nueve de la mañana es demasiado, incluso para mí. Traté de atrasar la hora, pero el Herrero fue inflexible: “solemos salir a las siete” dijo.
Me costó encontrar un sirviente que cargara la barrica de vino que pensaba llevar a la excursión. Alfredus tiene los domingos libres y no quiso ni oír hablar del tema. Está liado con una criadilla del hidalgo y aprovecha los domingos para fornicar en el bosque. No lo critico. La chica está muy bien: jovenzuela, de piel suave y tetas redondas, puntiagudas. Yo mismo, si estuviera vivo, también iría los domingos al bosque con ella.
Al final contraté a Maximio, un chico grandote y simplón (creo que algo de sangre de ogro corre por sus venas), por el salario que le pago a Alfredus durante una semana. No logré regatear ni un céntimo. En este pueblo, lo del domingo es demasiado.

jueves, 24 de mayo de 2007

Pasado

A veces me pregunto: “¿cómo cojones he terminado viviendo en este puto pueblo?”. Las cosas eran distintas cuando yo estaba vivo. O cuando estaba más vivo que ahora. Porque, entendiendo la muerte como la no-existencia, sigo estando vivo. No soy incorpóreo, como un fantasma. De hecho los fantasmas y yo no nos llevamos muy bien. Tampoco me considero un zombi, Los zombis suelen ser cuerpos semi-animados y putrefactos, casi sin voluntad ni discernimiento propio. Yo tengo una vida espiritual mucho más rica. Incluso tengo un blog.
Hubo una época en la que todo era distinto. Acababa de cumplir los 37 años, estaba en la cúspide de mi carrera, tenía clientes de todas partes que se disputaban contratar los servicios de mi compañía. Nadaba en dinero. Tenía la mejor comida, la mejor bebida, las mejores drogas, y las mejores mujeres del mundo conocido.
Luego sucedió lo de la maldición y lo del ataque a Yurn… Mi suerte cambió. En este mundo cuando no vas cuesta arriba, vas pendiente abajo. El dinero no sirvió para mantener a mis amigos, a mis mujeres… ni siquiera sirvió para ganar más dinero. Cuando caes en desgracia todo se vuelve contra ti. Si no me hubieran metido esas dos balas de plomo en la panza… Nadie sabe hasta dónde hubiera podido llegar.
Luego volví a tener dinero y suerte. Cuando acepté mi situación, las cosas comenzaron a irme mejor. Hice un par de negocios y de repente la gente volvió a aceptarme. Comencé a subir la cuesta otra vez. Con algunos kilos de menos, pero subiendo, al fin y al cabo.

domingo, 20 de mayo de 2007

Slon

Este pueblo de mierda donde vivo se llama Slon. Tiene entre 100 y 300 habitantes. No me he ocupado en contarlos. Una vez el alcalde me dijo que eran 500 pero el alcalde tiende a exagerar las cosas. Sobre todo cuando bebe, que es la mayor parte del tiempo que pasa despierto. Si te dice que un dragón volador de 15 metros devora a los campesinos de Farnia después de cocerlos con el fuego de sus fauces, puedes estar seguro de que es un mísero reptil de tres metros hasta la punta de la cola, que se ha comido la oveja de algún granjero tonto.
Para llegar a Slon, hay que subir durante cinco horas por un camino pedregoso y escarpado que no permite el paso de un carro. Eso después de dos días de viaje desde la ciudad de Trone, si es que a Trone se le puede llamar ciudad. Por eso aquí no viene nadie. Por eso he venido a vivir aquí. La mitad de sus habitantes es gente que quiere pasar inadvertida. El pueblo los mira con recelo al principio, pero termina aceptándolos.
A mí mismo, al principio me miraban con una mezcla de miedo y asco supersticioso, pero al final se han acostumbrado. Es lo que tienen los pueblos. Todo termina convirtiéndose en rutina. El primer día tuve que mostrar tres piezas de oro para que me dieran alojamiento y ahora el alcalde me invita a cenar y se troncha de la risa cuando la cerveza resbala entre mis costillas desnudas. Incluso ha llegado a insinuarme que su hija mayor, la gorda, es un muy buen partido para un hombre soltero de mi edad. Como si él fuera capaz de adivinar la edad que tengo.

Comienzo

Hoy me he despertado temprano. No eran ni siquiera las diez de la mañana y ya estaba aburrido. He pasado lista a todas las ocupaciones posibles. No me apetecía leer, ir a la taberna, escribir cartas, ni pasear por el campo. Menos aún trabajar. Ahora que tengo una posición desahogada puedo permitirme vivir sin trabajar. No voy a hacerlo sólo porque me aburro.
Me he preguntado ¿por qué no me hago un blog? Hoy todos tienen un blog.
Dicho y hecho.