Mi primera mañana de vacaciones desperté temprano y bajé a la playa. El chiringuito aún estaba cerrado, las tumbonas amontonadas una sobre otra y encadenadas. Desperté a Alfredus que cargó hasta la playa con una de mis barricas de vino. Rompimos los candados y nos echamos a disfrutar de la brisa marina de la mañana. Es decir, la disfruté yo, porque Alfredus se durmió inmediatamente.
Habíamos repartido varias tumbonas alrededor nuestro. Al rato llegó una pareja de ancianos. Él se sentó en una de las tumbonas. La señora miró alrededor tímidamente, no muy segura de que se pudieran usar a esa hora tan temprana. Al ver a Alfredus dormido, hizo un movimiento para sentarse también. Pero entonces me vio a mí. Se quedó lívida.
Ya sé que mi aspecto no es muy corriente, pero en este mundo en que vivimos hay demasiada gente rara como para escandalizarse por ello. Sin ir más lejos, la anciana misma era bastante fea. No obstante, pegó un grito: “¡La Muerte! ¡Pepe, es la Muerte!” y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus reumáticas piernas.
Pepe me miró. Luego siguió con la vista a su mujer, que se alejaba. Sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación. Su rostro reflejó el esfuerzo que tuvo que hacer para levantarse de la tumbona. Se alejó siguiendo las huellas que había dejado la anciana en la arena.
Una hora más tarde, ya había gente en las tumbonas. Los adolescentes de pelos largos fueron los primeros en llegar. Venían algo borrachos, me invitaron a beber y a fumar. Más tarde llegaron otros ancianos. Estos no se asustaron, pero los dos primeros nunca regresaron.
El hombre que alquilaba las tumbonas se enfureció cuando descubrió que los candados estaban rotos. Como había tantas personas en las tumbonas, no pudo acusar a nadie. Todos dijimos que al llegar, los candados ya estaban abiertos. Al final pagamos el alquiler y se tranquilizó un poco, aunque no dejó de jurar que mataría al que le había roto los candados.
Me fijé en que uno tras otro, todos los que llegaban iban a un barrizal que había al final de la playa. Ahí se embadurnaban del barro desde la cabeza a los pies. El resultado final era un montón de gente con aspecto de haber salido recientemente del Averno. La playa parecía un congreso de Hijos de Xam, el Dios de los Infiernos. Nuestros amigos, los adolescentes peludos, nos explicaron que aquel era un barro medicinal, muy bueno para la piel. Que luego de varias horas, al quitarse el barro, sus pieles quedaban frescas y tersas. En realidad para lo único que valía el barro de Zirka era para matar los piojos, ladillas y pulgas de los que estarían sin duda alguna llenos sus cuerpos y pelambres.
“Estoy convencido de que si llevas ese apestoso barro seco pegado al cuerpo varias horas, sólo la sensación de no tenerlo encima, te hará sentir que tienes la piel de un bebé” dijo Alfredus por lo bajo. Alfredus es un poco tonto, pero a veces hace comentarios muy acertados.
El Herrero y los demás llegaron una hora después que el Guardián de las Tumbonas. Llevaban un buen rato despiertos, pero habían perdido una hora poniéndose de acuerdo sobre a qué lugar irían y otra hora recogiendo los enseres que necesitaban para un día de playa. Iban cargados de sombrillas, toallas, cremas y potingues, comida, pelotas, y un montón de objetos más, la mayor parte de ellos, inútiles.
“El barro mineral de Zirka tiene propiedades medicinales.” declaró Martina, la aprendiz de bruja. Tomó de la mano a la Prima Segunda, soltó un convincente “¿Vienes Lugdvig?” y los tres se fueron en dirección al barrizal. Alfredus se incorporó apresuradamente. “¿Medicinal?” dijo. “Tendré que probar sus efectos.” Y fue tras ellos. Un rato después frotaba la espalda de la Prima Segunda con sus manos negras de barro.