miércoles, 28 de noviembre de 2007

Infancia (5) Las Plumas de Fénix

“¿Qué tenemos aquí? ¡Un pequeño espía! O más bien un ladronzuelo” dijo el Señor de Artoburgo. Los ojos le brillaron de un modo especial. Sentí que toda la ira y la impotencia que sentía en ese momento ante la actitud de su díscola hija se volvía hacia mí. La espada inició un movimiento hacia atrás, como para tomar impulso y asestar un tajo. Mi vida hubiera acabado en ese mismo momento y mi muerte hubiera sido muy diferente de no haber sido por el grito de Adela que paralizó la mano de su padre. “¡Es el hijo de Valverde!”
La espada detuvo su recorrido. La otra mano del hombre me agarró de las solapas. “Informaré a Valverde acerca del pequeño ladrón que ha criado en su seno.” De un rápido movimiento, aprendido en las muchas peleas que había tenido con adversarios más fuertes y grandes que yo, me libré de mi chaqueta, dejándola en sus manos. Con mi navaja en alto, retrocedí, acercándome cada vez más a la chimenea. “Necesito esta pluma para dirimir una deuda de honor” dije. “Os la pagaré. Pero si contáis a mi padre lo que habéis visto, yo contaré lo que he escuchado. Contaré que planeáis traicionar la promesa de dar vuestra hija en matrimonio a mi hermano. Y os advierto, que nadie ha llamado nunca ‘gordo’ a Fernando en presencia del Señor de Valverde.”
El padre de Adela bajo la espada. Creo que mi reacción lo había sorprendido y no tenía claro cómo actuar. De repente estalló en una carcajada. “Me gustas, mocoso” Dijo. “Si todos los hijos de Don Hernando de Valverde son de la misma pasta, Adela no se arrepentirá de haberse casado con uno de ellos, por muy gordo que esté. Ahora vete, no diré nada a tu padre. Pero recuerda que me debes un favor. Más tarde o más temprano te lo reclamaré.”
Esa noche, los chicos que habíamos estado en el desfile nos reunimos en uno de los patios del castillo, alrededor de la supuesta pluma de Ave Fénix. Eloy estaba algo nervioso. Yo lo tenía todo preparado. Había traído la pluma oculta debajo de la capa de terciopelo, que supuestamente estrenaría en la boda. Hice acercarse a Bartolo con una antorcha hasta el centro del corro. Con un rápido gesto saqué la pluma y la mostré a todos. “He arriesgado mi vida para traeros esta pluma” dije ante las miradas embelesadas del resto de los niños. “Cuando se deshaga en el fuego veréis que no es más que una pluma común y corriente.”
Lentamente acerqué la pluma a la antorcha. Se difundió un desagradable olor a quemado. La pluma se consumió hasta que no pude sujetarla más y sus cenizas cayeron al barro del patio. En un estudiado y teatral gesto, que fue mucho más teatral gracias al movimiento de mi capa, di media vuelta y me alejé sin mirar atrás. Los demás niños titubearon por un momento. Poco a poco fueron abandonando el círculo entre burlas y chanzas a Eloy. Este se quedó el último, mirando las cenizas de la pluma en el suelo.
Íbamos a salir del patio cuando escuchamos un grito. Nos volvimos a tiempo para ver como Eloy avanzaba llevando la pluma en alto. Una pluma que resplandecía con una luz ígnea, cada vez menos gris, cada vez más roja y brillante.

martes, 27 de noviembre de 2007

Infancia (4) Las Plumas de Fénix

Mi amigo Bartolo era hijo de Luciano, el Capitán de la Guardia. Después del desfile de los invitados, lo convencí para que robara las llaves de uno de los muchos pasadizos secretos que recorrían el castillo y que llevaba a las habitaciones donde se hospedaba la escolta de Artoburgo.
Se suponía que los pasadizos eran secretos. Estaban bien disimulados, pero Luciano también guardaba los planos. Su hijo y yo habíamos copiado muchos de estos y de vez en cuando jugábamos a ocultarnos en los túneles para ganar a otros niños en los juegos al escondite o espiar a las sirvientas mientras se bañaban.
El que llevaba a las habitaciones de huéspedes era especialmente estrecho y tortuoso. Terminaba dentro de la chimenea de una sala rodeada de dormitorios.
Las primeras sombras de la tarde oscurecían la gran sala. Tal y como esperábamos, los guardias de la escolta habían dejado ahí sus pesadas armaduras. Estarían celebrando el próximo enlace de la hija de su señor en las tabernas del pueblo, excepto quizás, los encargados de guardar la entrada en el exterior de los aposentos. La sala estaba vacía y entre las armaduras, lanzas, arcos y picas, había varios cascos con sus penachos rojos y brillantes.
Me arrastré fuera de la chimenea. Elegí la pluma más grande de todas. Un rápido golpe de navaja y la pluma era mía. Iba a regresar al túnel cuando escuché voces que venían de uno de los aposentos. Una puerta se abrió y apenas tuve tiempo de esconderme tras una cortina.
Adela y su padre entraron en la sala. “No quiero casarme con ese gordo, tonto y vanidoso!” Decía ella irritada. Nunca había escuchado a nadie atreverse a llamar así al hijo predilecto de mi padre. Nadie, excepto yo mismo y no en voz alta. Adela me había resultado antipática cuando la conocí, pero sus palabras hicieron que comenzara a caerme bien. El padre ora amenazaba, ora rogaba, pero Adela seguía en sus trece. Era evidente que el viejo necesitaba concretar el matrimonio de su hija. No sé si por la necesidad de refrendar la alianza con mi padre o por la urgencia de librarse de tan terca hija.
Desde mi escondrijo, tras la cortina, sentía como la discusión cada vez se acercaba más. De repente todos callaron, la cortina fue apartada violentamente y me encontré con la pluma roja en una mano, la navaja en otra y la espada del padre de Adela en mi cuello.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Infancia (3) Las Plumas de Fénix

El matrimonio de Adela con mi hermano mayor no significó ningún cambio en mi vida. Excepto por las ceremonias, que fueron un acontecimiento en Valverde. Hubo invitados de toda Zaleña y del Continente. Uno tras otro desfilaron por el paseo principal de Castelvalverde hasta el castillo de mi padre. Los padres de Adela, señores de Artoburgo, habían venido con su escolta de caballeros, que lucían brillantes armaduras chapadas en oro, y cascos rematados con grandes plumas rojas de aves desconocidas. El rey de Zaleña había enviado a su hijo, el príncipe Félix con su séquito de nobles guerreros vestidos de terciopelo negro. Había ilustres invitados de todos los feudos de la isla. Incluso el Marqués de Peñas, primo de mi padre y Señor del feudo vecino, había decidido asistir, a pesar de las tensas relaciones entre ambas ramas de la familia. Ese matrimonio era el remate de una serie de pasos que había dado mi padre para controlar el comercio de armas entre Zaleña y el Continente. Compró licencias comerciales en la corte de Palma y minas de hierro en el centro de la isla. Llegó a acuerdos muy ventajosos con los Señores de Cuerva, donde se fabricaban las mejores espadas del mundo conocido. Equipó una flota de barcos que llevaban hierro a Cuerva, de ahí traían armas y las llevaban a Artoburgo, desde donde se vendían en todo el Continente, especialmente en el Imperio.
El rey no lo tomaba muy en serio y lo dejaba hacer, ya que pagaba escrupulosamente sus impuestos a la Corona. Además, el comercio en Zaleña se consideraba cosa impropia de nobles. Mi padre era objeto de chanzas y burlas cuando visitaba la corte. Cuando la broma provenía del Rey, se limitaba a sonreír. Los demás tenían que bromear a espaldas suyas, sobre todo después que matara en duelo a un joven cortesano incauto, que se atrevió a llamarlo “Mercader de Valverde”.
Más en aquel entonces, las interioridades de la política de mi padre no me interesaban en absoluto. Mis preocupaciones eran otras: me había propuesto robar las plumas del penacho de uno de los escoltas de los padres de Adela.
Los hijos de los nobles, los caballeros y los hidalgos, mirábamos el desfile de invitados desde una tribuna, en el patio de armas del castillo. Las enormes plumas de los caballeros de Artoburgo nos habían impresionado y nos preguntábamos a que ave pertenecerían. Eloy, el hijo de un caballero, dijo que eran plumas de Ave Fénix. “El Ave Fénix vive en los volcanes Fenxgor, en el corazón del Imperio. Todas las noches arde en el fuego del volcán y todas las mañanas resucita de sus cenizas”. Eloy era un poco pretencioso y creía saberlo todo siempre. Le respondí que esa era la tontería más grande que había escuchado jamás. “Me lo ha mostrado mi padre en un libro. Y si eres tan listo, que todo lo sabes, tráenos una de esas plumas y comprobaremos que no arde”, respondió.
Los otros chicos estaban interesados en conocer más sobre el Ave Fénix. Eloy se explayó citando montones de datos, seguramente extraídos de su famoso libro. Hasta que, irritado por tanta pedantería, prometí que robaría una pluma y la quemaría delante de todos. “Os demostraré que lo que dice Eloy es sólo una sarta de idioteces”, concluí.