viernes, 20 de junio de 2008

Buscando a los ladrones (I)

Todos mis ahorros habían desaparecido. Me senté, o más bien caí desplomado sobre un tronco y ahí estuve un buen rato sin poder mover ni uno de mis huesos. Mis pensamientos iban y venían a toda velocidad entre la incredulidad y la desazón. Cuando al final pude organizarlos, habían pasado varias horas.
Alfredus había huido con mi dinero. No me quedaba la menor duda. Yo estaba en la ruina. No podría seguir pagando el alquiler, ni a un sirviente que ordenara y limpiara mis cosas, ni las cervezas de cada mañana, ni las apuestas en la taberna, ni siquiera un hotel en Zirka cuando quisiera irme de vacaciones.
Nadie debía saber de mi desgracia o si no, esta se haría mayor. Todos desconfían de quien va cuesta abajo y antes que darle una mano, le sueltan una patada. Yo tenía experiencia en ese sentido.
A la vuelta en casa hice recuento de mis posesiones. En los bolsillos de unos pantalones sucios encontré un par de monedas de oro. Mi puñal de acero de Cuerva aún estaba debajo de la almohada. Tenía la bola de cristal, con la cual visito mundos lejanos, y publico lo que escribo en mi blog.
Alfredus había huido a pie, quizás con algún cómplice. Se había llevado la bolsa de los gastos, mi espada y el dinero enterrado. Era un buen cofre, lleno de monedas de oro. Demasiado peso para una sola persona, pero dos podrían llevarlo sin problemas en un par de zurrones. Los fugitivos tendrían que llevar también provisiones para varios días de camino hasta la ciudad más cercana. Aunque quizás ni lo habían pensado. Alfredus no se destacaba precisamente por sus luces. Cuando no trataba de ligarse a incautas aldeanas, su nivel de éxito en todo lo que emprendía era nulo.
Era importante salir en persecución de los ladrones cuanto antes. No podía permitirme darles mucha ventaja. Como si nada hubiera pasado, fui a ver a mi amigo el Alcalde y le pedí prestado uno de sus burros para ir a Trone. Pretendía cerrar un negocio, le dije. Recogí mi puñal, algo de ropa, y todo lo que podría necesitar en un viaje corto y ágil. Salí a lomos de Jumento, así se llamaba el burro que me había dejado el Alcalde, el Alcalde tiene mucha imaginación.
Había una única ruta para salir de Slon, varias horas descendiendo la montaña por caminos pedregosos hasta llegar a la llanura de Svet. Luego no había otro lugar a donde ir que no fuera Trone, Zirka, o un poco más lejos, la ciudad estado de Estuaird.
Al pasar junto a la Roca del Sacrificio, justo a la salida del pueblo, estaba el Tonelero con cara de pocos amigos. “¿Has visto a mi sobrino Girardo? Tenía que haber venido esta mañana a ayudarme a calafatear los toneles del señor Higg. ¡Llevo todo el día buscando a ese hijo de la gran puta de mi hermana!"
Mis sospechas tomaban forma. Tenía el cuadro completo: ya sabía quién era el segundo ladrón. Apreté el puñal el puñal en mi cintura y espoleé a Jumento. Con una mano hice un gesto de saludo o quizás de despedida al Tonelero, quién creía que estaba teniendo un mal día.

jueves, 19 de junio de 2008

miércoles, 11 de junio de 2008

En la calle.

Hacía un par de meses que no escribía. En este tiempo, mi no-vida ha cambiado por completo. Yo vivía (o no-vivía) una existencia serena y satisfecha en Slon. Sin más preocupaciones que bajar diariamente a la Tasca del Elefante para hablar mal de los vecinos, quejarme de lo injusta que es la vida, y escuchar al resto de los parroquianos hacer lo mismo. Pensaba que había logrado una especie de equilibrio y que continuaría en ese estado por los tiempos de los tiempos, sin que nada amenazara mi sosiego.
Pero incluso la vida más tranquila implica gastos. Por suerte, contaba con una buena cantidad de dinero, producto de un buen negocio que hice en la malograda ciudad de Stranis.
En Slon no hay bancos, y aunque los hubiera, las autoridades no son muy de fiar, por lo que tenía mi dinero a buen recaudo, enterrado junto a la Roca del Sacrificio, en las afueras del pueblo. Guardaba en casa una pequeña cantidad suficiente para cubrir mis gastos de un par de meses. Cada cierto tiempo visitaba mi escondrijo para reponer reservas.
Un día desperté más tarde de lo habitual. Había una extraña e inquietante tranquilidad en casa. Miré la clepsidra de la pared de enfrente. Eran pasadas las 12 del día. Alfredus, mi sirviente, tenía que haberme despertado a las 10. El día anterior yo había apostado con Stylus que bebería más cerveza que él y el encuentro había sido fijado para las 11 de la mañana. “¡Mierda!” pensé “he perdido por no presentación.”
Salí de la cama como una tromba, sin vestir, blandiendo una porra con la que pensaba sacudirle a Alfredus todos los huesos y desatascar sus olvidadizas neuronas. Pero en la habitación de Alfredus no había nadie.
Ya vestido, salí a buscarlo por el pueblo. Poco a poco mi ira se iba convirtiendo en preocupación. Casi ni me importó cuando, al pasar junto a la Tasca, Stylus y un grupo de habituales se me acercaron emitiendo risitas y susurros. “Me debes tres Imperiales de oro” me dijo Stylus. Eché mano a la bolsa, y encontré que estaba vacía. Justamente dos días antes la había llenado de relucientes monedas doradas. Algún cabrón me había robado.
Corrí a casa. Aquello olía cada vez peor. En casa, en el escritorio donde guardaba las reservas de dinero no había ni una triste telaraña. Dejé la porra y fui a coger mi espada. La espada también había desaparecido.
Sentí un espantoso presentimiento. Mi columna vertebral se estremeció con el escalofrío que la recorrió de arriba abajo. A todo lo que daban mis piernas, corrí hacia la Roca del Sacrificio. Según me acercaba, todos mis temores se fueron haciendo realidad. En el lugar donde estaba enterrado mi dinero había un gran agujero.