miércoles, 11 de junio de 2008

En la calle.

Hacía un par de meses que no escribía. En este tiempo, mi no-vida ha cambiado por completo. Yo vivía (o no-vivía) una existencia serena y satisfecha en Slon. Sin más preocupaciones que bajar diariamente a la Tasca del Elefante para hablar mal de los vecinos, quejarme de lo injusta que es la vida, y escuchar al resto de los parroquianos hacer lo mismo. Pensaba que había logrado una especie de equilibrio y que continuaría en ese estado por los tiempos de los tiempos, sin que nada amenazara mi sosiego.
Pero incluso la vida más tranquila implica gastos. Por suerte, contaba con una buena cantidad de dinero, producto de un buen negocio que hice en la malograda ciudad de Stranis.
En Slon no hay bancos, y aunque los hubiera, las autoridades no son muy de fiar, por lo que tenía mi dinero a buen recaudo, enterrado junto a la Roca del Sacrificio, en las afueras del pueblo. Guardaba en casa una pequeña cantidad suficiente para cubrir mis gastos de un par de meses. Cada cierto tiempo visitaba mi escondrijo para reponer reservas.
Un día desperté más tarde de lo habitual. Había una extraña e inquietante tranquilidad en casa. Miré la clepsidra de la pared de enfrente. Eran pasadas las 12 del día. Alfredus, mi sirviente, tenía que haberme despertado a las 10. El día anterior yo había apostado con Stylus que bebería más cerveza que él y el encuentro había sido fijado para las 11 de la mañana. “¡Mierda!” pensé “he perdido por no presentación.”
Salí de la cama como una tromba, sin vestir, blandiendo una porra con la que pensaba sacudirle a Alfredus todos los huesos y desatascar sus olvidadizas neuronas. Pero en la habitación de Alfredus no había nadie.
Ya vestido, salí a buscarlo por el pueblo. Poco a poco mi ira se iba convirtiendo en preocupación. Casi ni me importó cuando, al pasar junto a la Tasca, Stylus y un grupo de habituales se me acercaron emitiendo risitas y susurros. “Me debes tres Imperiales de oro” me dijo Stylus. Eché mano a la bolsa, y encontré que estaba vacía. Justamente dos días antes la había llenado de relucientes monedas doradas. Algún cabrón me había robado.
Corrí a casa. Aquello olía cada vez peor. En casa, en el escritorio donde guardaba las reservas de dinero no había ni una triste telaraña. Dejé la porra y fui a coger mi espada. La espada también había desaparecido.
Sentí un espantoso presentimiento. Mi columna vertebral se estremeció con el escalofrío que la recorrió de arriba abajo. A todo lo que daban mis piernas, corrí hacia la Roca del Sacrificio. Según me acercaba, todos mis temores se fueron haciendo realidad. En el lugar donde estaba enterrado mi dinero había un gran agujero.

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